Hch 15,1-2.22-29; Sal 16: Ap 21,10-14.22.23 (o 22,12-14.16-17.20); Jn 14,23.29 (o 17,20.26)

¿Cuál es, pues, esa ciudad santa que bajaba del cielo? La nueva Jerusalén: la Iglesia de Dios y de Jesucristo. Y el  Apocalipsis, habiendo aprendido el lenguaje soberbio de varios de los profetas, nos describe su brillo de piedra preciosa y la muralla alta con doce puertas que la rodeaba, custodiada por doce ángeles, y los doce nombres grabados, tres por cada lado del horizonte, y los doce cimientos con los nombres de los apóstoles del Cordero. Pero, curioso, el vidente no ve Templo alguno: su templo es Dios y el Cordero. La gloria de Dios la alumbra y su lámpara es el Cordero, sin necesidad de sol ni de luna. Maravillosa descripción de la Iglesia.

Tan asombroso espectáculo que podemos preguntarnos: ¿se refiere a nuestra Iglesia el vidente o le ha dado un pasmo de locura?, quizá el punto de su visión sea una lejana Iglesia allá en las alturas, pura imaginación de un extravagante visionario, que bien poco nos hace ver a nuestra Iglesia, la tuya y la mía. Ahí es donde está el punto crucial: la Iglesia no es la tuya o la mía, sino la de Dios y de Jesucristo; la Iglesia del Cordero degollado, que sigue siendo el Viviente. Es nuestra Iglesia, que no surge de nosotros y del abajo en el que estamos, sino que ella, sí, ella, nos viene del arriba de la fiesta celestial en la que el centro es la gloria de Dios y la lámpara que todo lo ilumina. ¿Cómo es esto posible pues la Iglesia está repleta de zarrapastrosos como tú y como yo?, ¿dónde ver luz en las sucias espesuras de nuestra vida y de nuestras malas acciones, de nuestros pecados, cuando la Iglesia debería estar llena de gentes con vestiduras blancas, puros y limpios, compasivos y llenos de misericordia, abiertos a las necesidades de los pobres que claman ayuda? Pobres de pobreza que les hace puros menesterosos, miserables que nada tienen si no es nuestra compasión, y pobres de pobreza espiritual que necesitan de nuestro cariño exigente y de que les abramos los ojos para que entiendan la voz del Señor. ¿No estamos nosotros mismos en esa situación de pobreza, tanto física como moral? Dios mío, ¿y somos nosotros la Iglesia? Si es así, ¿a quién podrá salvar? ¿No será entonces la Iglesia sino un conjunto de extraños hombres y mujeres de diversas edades y condiciones que estiran de sus orejas para crecer y ser dignos?

Los apóstoles y primeros discípulos entendieron bien qué y cuál es la Iglesia. Nace del costado traspasado de Cristo, que les hizo acercarse al espectáculo, no de su buenez sobrenatural. Ellos, como nosotros, tuvieron miedo, eran unos caguetillas, como nosotros, estuvieron tanto tiempo con Jesús y apenas si entendieron nada, excepto un amor desaforado por él, como nosotros. Tras la cruz, le vieron de nuevo como el Viviente. No, el centro de la Iglesia no somos nosotros, es el costado herido, en el que brilla con toda su refulgencia la gloria de Dios. No, el centro de la Iglesia no somos nosotros, sino que lo es el Cordero. Y la liturgia que celebramos, pequeña, raquítica, desacompasada, seguramente, es verdadero signo sacramental de la liturgia celestial en torno al Cordero. El Espíritu nos arrecoge, el vidente del Apocalipsis lo vio en toda su realidad. Celebrando, estamos allá, en los cielos, en la nueva ciudad de Jerusalén que baja a nosotros. Es la Iglesia de Dios y de Jesucristo.