Hch 18,9-18; Sal 46; Jn 16,20-23a

Hermosas palabras las que nos dirige el Señor. Porque a nosotros también nos las susurra al oído. ¿Cómo podríamos pensar que estamos solos y que nadie nos hace caso, anunciándonos que, aunque nos parezca otra cosa, muchos de esta ciudad son pueblo suyo? ¿Será que preferimos vivir en la vagancia y no dedicar ni el más mínimo esfuerzo a anunciar y plantar esa palabra, no nuestra, sino del Señor, con el pretexto que nadie quiere ser de los nuestros? Claro, lo entiendo, pues ¿quién buscaría ser como tú y como yo, cuando lo que hacemos, seguramente, es mostrar nuestro ombligo y lamentarnos de que nadie nos haga caso?, ¿vivir en el lamento y el temor?, ¿siempre contándonos a ver cuántos somos y si crecemos en número los adoradores de nosotros mismos? San Pablo nos lo enseña: va y va y va, corre y corre y corre, poniendo siempre su confianza en el Señor, abrasado a palos, pero no importa. Él, aunque camine por cañadas obscuras, nada teme, porque el Señor está consigo. El Señor está con nosotros, ¿por qué temeremos? Somos miembros de su Iglesia, esa que es de Dios y de Jesucristo, de la que Jesús es cabeza, y predicamos su palabra y efectuamos sus signos. No los nuestros, sino los suyos. Sigue hablando, no te calles.

Se nos suele olvidar demasiadas veces que no somos solitarios que hablan y hablan y hablan, seguramente de Jesús y del impacto que ha tenido en nuestras vidas, pero olvidamos lo esencial, que somos miembros de su Iglesia, cosa suya. Que nuestra palabra es la suya. Que el pan y el vino que ofrecemos es el sacramento de su cuerpo y de su sangre. Nos olvidamos que la Iglesia de la que somos miembros, es sacramento de salvación. Es verdad que todo pende de nosotros, de nuestras palabras, de nuestros signos, del servicio que cumplimos con los que nos necesitan, pero nada depende de nosotros, pues todo depende del Espíritu que anima a su Iglesia y, haciendo de nosotros su templo, nos da palabra y signo.

Habla y no te calles, pues el Señor está contigo, y las palabras que tú pronuncies son las que su Espíritu pone en tu boca y los gestos de misericordia que tú efectúas son los que su Espíritu pone en tus manos, en tu lengua, en tus ojos, en tus movimientos, en todo lo que tú eres. El Señor de la Iglesia está contigo y todo lo que haces depende de él, pasando por tus venas y tus gestos, para hacerse palabra y gestos del Espíritu en ti. No, no es verdad, como algunos dicen, como tantos piensan, que Jesús resucitado vive en nosotros, porque lo resucitamos nosotros en nuestra vida, ya que él quedó muerto para siempre. Si es así, vana es nuestra fe. ¿A quién convenceré con mi vida, tan raquítica, tan ramplona, tan pecadora?, ¿qué palabra podré ofrecerle que sea palabra de consuelo verdadero, consuelo de realidad y no de mis mustias imaginaciones? Necesito el Espíritu del Resucitado, que me lo haga ver, que me deje meter el puño en su costado y que en gozo supremo diga yo también: Señor mío y Dios mío. Necesito la verdad de esa vida de la Iglesia que hace de mí templo del Espíritu. Vida en la que se ofrece la realidad del sacramento de Cristo. No de imaginaciones, sino un fluir de realidades. Sigue hablando, no calles, que yo estoy contigo.