Santos: Domingo de la Calzada, patrono de la construcción; Pancracio, patrono de los pasteleros; Nereo, Aquiles, Dionisio, Casto, Casio, Ciriaco, Baroncio, Tutela, Máximo, Grato, mártires; David Uribe Velasco, sacerdote mártir; Germán, Epifanio, Emilio, Deseado, Modoaldo, obispos; Felipe, confesor; Gemma, virgen; Macario, abad; Remigio, monje; Juana de Portugal y Catalina Páez, virgen, beatas.

A David Uribe Velasco le llegó un día la persecución, la calumnia y la muerte.

A cualquier sacerdote –como les pasa en particular a todos los cristianos que quieren serlo de verdad–, el cumplimiento de su misión le resultará más temprano que tarde suficientemente difícil. Es una consecuencia directa de ser otro Cristo, más: el mismo Cristo. Y un Cristo sin cruz no se entiende, sería una caricatura, un remedo del verdadero y único Redentor a quien representa. Por eso, la dificultad está ahí al lado; y en cualquier momento puede adquirir tintes dramáticos, o gloriosos, según se mire.

Lo que pasa es que a unos les llega escondida, a otros más fuerte, a algunos más amarga y a los predilectos tan atroz que, humanamente, sobrecoge.

David nació en Buenavista de Cuéllar, perteneciente a la diócesis de Chilapa, el 29 de diciembre de 1889.

Se ordenó sacerdote y era el buen párroco de Iguala. Ejercía ejemplarmente su ministerio en una región profundamente invadida por la masonería, el protestantismo y un grupo de cismáticos. Se ve que la tarjeta de presentación como párroco ya era complicada allí.

El militar que le apresó le propuso toda clase de garantías y libertad si aceptaba las leyes –no eran precisamente humanitarias, ni respetuosas con la dignidad de las personas, solo eran producto del odio, de la revancha, y estaban plenas de aborrecimiento a la Iglesia y a Dios– y la promesa de hacerlo obispo de la Iglesia cismática –ingrediente al alcance de cualquiera– creada por el Gobierno de la República. Pero el Padre David reafirmó lo que había escrito un mes antes, y que revela toda la fuerza de su fe y de su fidelidad: «Si fui ungido con el óleo santo que me hace ministro del Altísimo, ¿por qué no ser ungido con mi sangre en defensa de las almas redimidas con la sangre de Cristo? ¡Qué felicidad morir en defensa de los derechos de Dios! ¡Morir antes que desconocer al Vicario de Cristo!». Evidentemente, estas actitudes no salen espontáneamente porque sí; para ellas se precisa un clima sobrenatural de oración.

Ya en la prisión escribió sus últimas palabras: «Declaro que soy inocente de los delitos que se me acusa. Estoy en las manos de Dios y de la Virgen de Guadalupe. Pido perdón a Dios y perdono a mis enemigos; pido perdón a los que haya ofendido».

La calumnia, juicios falsos, testigos amañados, y todo lo demás son situaciones conocidas, posibles y aun previstas. ¿No fue así con el Maestro? A pesar de los apaños de los furibundos enemigos, la caridad es el motor para vivir al estilo del Señor, para darle honor; y en ese trance nunca falta la imprescindible y generosísima gracia de Dios.

Llegado a un lugar cercano a la estación de San José Vistahermosa, diócesis de Cuernavaca, fue sacrificado con un tiro en la nuca el 12 de abril de 1927.

El sacerdote David, de treinta y ocho años, el que supo estar a la altura de lo heroico en la imitación de Jesucristo, fue canonizado en Roma el 21 de mayo del año 2000.

Ya antes había sido llamado definitivamente «siervo bueno y fiel».