Hch 2028-38; Sal 67; Jn 17, 11b.19

Jesús pide al Padre que nos retire del mundo. ¿Cómo?, ¿deberiamos convertirnos todos en monjes retirados al desierto pensando así no contaminarnos con el mundo? ¿Dónde quedaría el id a todo el mundo y predicad el Evangelio de gracia para todos?, ¿dónde aquello de que los pastores deben oler a oveja? Para ir al mundo, el Señor no nos abandona para que, solos, venzamos al mundo; nos pone en las mismas manos de Dios para que Jesús sea conocido en todo el mundo. Ir al mundo; sin dejarnos devorar por el mundo. Es tan fácil que nos dejemos engañar. Somos tan pazguatillo; a la primera, nos rompen el cuidado y nos cazan para sí. El cuidado no puede quedar en nuestras solas manos, sino en las del Dios. Y porque el Hijo ha subido al Padre, ahora tenemos cumplida nuestra alegría: las manos de Dios nos envían al Espíritu Santo para que nos sostenga y haga de nosotros baluartes del cuidado que Dios tiene con el mundo que creó. Por nosotros solos nada podríamos, seríamos engullidos por el fuerte huracán que arremolina al mundo, convirtiéndonos en perros de presa que se hociquean con ánimo de destrozarse. Pero no estamos solos. Viene a nosotros el Espíritu Santo para hacer de nosotros su templo. Siendo así, ¿quién podrá vencernos? No estamos solos. Hemos sido dejados en manos de Dios.

Con la venida del Espíritu nuestra carne se hace carne eclesial. No somos individuos aislados que solo disponen de su lengua y de sus manos. Somos Iglesia. No iglesia nuestra, mía, tuya y mía, sino Iglesia de Dios y de Jesucristo. Hemos sido retirados del mundo. El Hijo nos ha dado la palabra del Padre y por eso no somos del mundo; el mundo nos odia por ello, y él nos retira del mundo para que no nos engulla. Todo, para anunciar al mundo la Buena Nueva.

¿Qué es la Iglesia, pues?

Es el adorable Pablo quien nos deja en manos de Dios. Lobos feroces querrán romper nuestro cuidado y quitarnos la alegría cumplida. Solo las manos de Dios pueden cuidarnos. Lo hacen en la Iglesia. No vamos por suelto siguiendo nuestra voluntades perentorias, ahora esta, luego aquella. Formamos un cuerpo, pertenecemos a un pueblo. Un cuerpo del que Jesús es la cabeza. Un pueblo que camina guiado por la gloria del Señor. La pertenencia sacramental a este cuerpo, a este pueblo, nos deja puestos en las manos de Dios. Por el agua del bautismo. Por el alimento del cuerpo y de la sangre del Señor. Por la cruz redentora. Por el envío del Espíritu a los que llenan el cenáculo donde el mismo Jesús ha celebrado la última cena y lavado los pies a sus apóstoles. Por el papel asombroso de quien es llamado a ser la roca en la que todo se construyera; cantó el gallo y lloró a moco y baba; por tres veces respondió al Señor: tu sabes que te amo. Edifica a mi Iglesia. No lugar de poder, seguiríamos perteneciendo al mundo, sino de servicio. La maravillosa liturgia del Vienes Santo comienza por la postración en el suelo de los celebrantes, cientos de miles en el mundo —algunos, que no se enteran, quizá porque no quieren, dijeron: por fin un papa se postra en el suelo; mi hermano Javier cuenta que, en un funeral, estaba junto a un antiguo compañero de colegio, en la paz le dio la mano, y este se extrañó, ¿qué, te vas?—, signo genial junto con el lavatorio de los pies de dónde estamos todos cuando somos parte de la Iglesia.