Hch 22,30.23,6-11; Sal 115; Jn 17,20-26

¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mio en Jerusalén, tienes que darlo en Roma. Ni más ni menos. Deberemos ser como Pablo. Allá donde vayamos, daremos testimonio del Señor. ¿Que solo estarás en tu pequeña familia y en tu pequeño grupo de amigos y de compañeros de trabajo? Pues bien, ahí, donde el Señor te ponga y a donde él te lleve, darás testimonio de él. ¿Una carga pesada que nos cae a las espaldas? No, con la fuerza del Espíritu, será nuestro propio vivir y nuestro propio hablar, no corrompido por el vivir y el hablar del mundo, quien ofrezca el testimonio a muchos. Una Buena Noticia que se ofrece, que ofrezco, que ofreces a todos, sean muchos o pocos los que están junto a ti; muchos o pocos los que puedes enseñarles el camino del Señor. Por eso, me refugio en ti, para que me de mi boca y de mis manos salgan palabras y gestos de vida eterna. Mi fe en Jesús me pone en ese camino. Mi fuerza no es la que me hace adelantar por ese caminar, sino el Espíritu que ha hecho de mi su templo.

Sí, bien, te oigo qué me dices, pero ¿cómo lo haré? Jesús ruega por nosotros a su Padre, para que los muchos crean en él por nuestra palabra, siendo todos uno, como el Padre y el Hijo son también uno. ¿Podría creer el mundo si no fuera así? Si cada uno fuéramos a nuestro albur, ¿cómo el mundo podría creer que el Padre ha enviado al Hijo al que nosotros seguimos, con objeto de que el mundo, ese mundo que nos atragantaba, cree también? Somos pieza decisiva en ese camino de conversión del mundo; no se convertirá sin nosotros, pues también nos ha dado a nosotros la gloria que el Padre dio a Jesús, su Hijo. Cuando seamos uno, mientras seamos uno, cabe la posibilidad de que el mundo crea que hemos sido enviados por él. Esa gloria que él nos ha dado es la que nos hace uno. Mas, si no somos uno, ¿quién podrá creer que el Padre está con nosotros y nosotros con el Padre por participación del Hijo? Dirán con toda razón: ¡bah!, mírales, son una iglesia sin fundamento, cada uno campa por sus respetos y quiere convertirnos a sus ombligos, a su pequeño yo. Si la Iglesia no es una, si no somos uno en la Iglesia, ¿quién podrá creer? ¿No acontecerá que entonces el máximo disturbio para que nadie del mundo crea en la Buena Nueva de Jesús somos nosotros los que queríamos predicar a Cristo? El mundo tiene que saber que él nos ha enviado, y esto lo conseguiremos en nuestra fraternal unidad en el Espíritu. Fuimos confiados al Hijo, estemos con él donde él está y contemplemos su gloria. El sacramento de la Iglesia nos eleva a aquel lugar de gloria donde ascendió Jesús, a la derecha del trono de Dios. La liturgia que celebramos en la nueva Jerusalén es la liturgia celestial en torno al Cordero degollado. Ahí contemplaremos la gloria de quien amaba antes de la fundación del mundo.

Si el mundo no ha conocido al Padre, él sí y nosotros lo hemos conocido en él. Ahí está la fuerza espiritual de nuestra unidad. Porque somos uno como ellos son uno, podemos anunciar la Buena Nueva a muchos. ¿Unos más, otros menos? Lo importante es la alegría de vivir en la Iglesia de Dios y de Jesucristo.