Hch 25,13-21; Sal 102; Jn 21,15-19

Pero no sin antes tener esta escena de una ternura genial que leemos hoy en el evangelio de Juan. El papel de Pedro en los evangelios es de singular primacía y siempre marca una gracia. De singular fogosidad. No es el único de asombroso arrebato entre los apóstoles, pero él parece siempre ser el más desprendido, el que sigue a Jesús a cierraojos. Te seguiré y nunca te dejaré. Te defenderé con la espada cuando sea necesario. Caminaré por las aguas del mar para encontrarme contigo; para hundirme entre gritos de auxilio. Me meteré en la boca del lobo, aunque mi acento me delate —¿por qué no al discípulo que Jesús tanto quería?, ¿tan cercano era a la casa del sumo sacerdote?— y reniegue tres veces. Es un fogoso, pero lleno de sustos y de prontos que le dejan vacío de sí. Lloró el duro pescador de Galilea. Se le acongojó el corazón cuando vio que de tan poco había servido la predilección del Señor y el cambio de nombre, tan significativo, de Simón a Piedra, es decir, Pedro, y el haber sido constituido roca en la que el Señor edificará su Iglesia. Lloró, seguramente también, porque resultó ser un maravilloso y tierno llorica, cuando, tras salir renegando fuerte y de malas maneras de casa del Sumo Sacerdote, vio de lejos el espectáculo de la crucifixión. Pero atendió a María Magdalena y corrió, junto al apóstol jovencillo que corría más que él, para ver el sepulcro vacío, y, como este, vio y creyó.

Mientras leemos en el libro de los Hechos —el quinto evangelio, el de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia naciente—, cómo Pablo comienza el largo tiempo que le lleva al martirio en Roma, donde tendrá como compañero de muerte a Pedro, le vemos en una de las escenas más tiernas, hay que repetirlo, de los cuatro evangelios. Jesús resucitado, después de comer con sus discípulos en Galilea, tiene una singular conversación con Simón Pedro. ¿Por qué esta vez pone los dos nombres uno junto al otro?, ¿quizá porque para llegar a ser de verdad el Pedro al que Jesús le está llamando para ser roca sobre la que va a construir su Iglesia, falta todavía la respuesta a las tres preguntas sobre el querer y el amor? Tres negaciones desgarradoras. Tres afirmaciones llenas de emoción. Tras las negaciones, lloró, y sin duda que lo hizo en cantidad y en medio de una congoja insoportable, que, sin embargo, no le llevó todavía junto a la cruz, en dónde sí estaba el joven discípulo al que Jesús tanto amaba y con el que acaba de acercarse a la lumbre la noche del prendimiento. La congoja y los lloros tan sinceros, tan emocionantes, no le valieron para acercarse entonces hasta la cruz; no se atrevió, quizá por la vergüenza. Necesitaba el perdón explícito del Señor, y este lo encontramos en la insistencia de por tres veces preguntarle: Me amas, me quieres, me amas más que estos. Porque Jesús quiere que ante sí mismo y ante nosotros sus hermanos tenga lugar su afirmación pública de amor y de seguimiento hasta el martirio. El paso definitivo de su ser Simón a su nuevo ser Pedro, en cuyo cimiento se edificará la Iglesia de Dios y de Jesucristo. Pedro se entristeció de que Jesús se lo preguntara tres veces: hoy, al leer la escena, hemos llorado llenos de ternura por Pedro, persona tan importante todavía hoy para nosotros en la Iglesia.