Hch 28,16-20.30-31; Sal 10; Jn 21,20-25

Estamos de finales, tanto en la lectura de los Hechos de los apóstoles como en el evangelio de Juan, y ello nos dejaría un poco melancólicos si no fuera por la llegada, mañana, día de Pentecostés, del Espíritu Santo, de modo que la Iglesia de Dios y de Jesucristo irrumpe y toma su forma en nosotros.

Pablo, detenido, y tras largo viaje, llega al centro del mundo, en donde finalizar sus días como mártir de su Señor Jesucristo. Llama la atención cómo termina este libro fabuloso. Parece que en las páginas últimas todo se va difuminando, y ni siquiera nos dice lo que todos sabemos: que Pablo fue martirizado al final de su estadía romana, cuando hubiera parecido que cedía la tensión sobre él. Lucas, escritor genial y que nos ha legado dos libros del NT, su evangelio y este libro de los Hechos, quiere dejar las cosas de modo tal que nos vaya llegando el esfumarse del tiempo en el futuro que llega, el tiempo de la Iglesia, en el cual todavía estamos nosotros, como invitándonos a que continuemos cada uno de nosotros contando la historia de aquella Iglesia, la nuestra. El primer libro terminaba con el espectáculo de la cruz y el asombro de la tumba vacía que nos enseña cómo Jesús resucitado se hace presente a nuestro lado, acompañándonos a caminar y explicándonos cómo ese evento que parecía incomprensible, estaba predicho desde antiguo en las Escrituras del pueblo de la Alianza. Tu historia y la mía caben en ese libro; se adivinan en su final neblinoso. Estamos en la misma Iglesia de Pablo y de Pedro, muertos martirizados en Roma, cuando el emperador Nerón. La Iglesia, movida y llevada por el Espíritu sigue viva en nosotros.

En la Iglesia, los buenos verán el rostro de Dios, nos dice el salmo. ¿Los buenos, dices? Sí. No tanto los que se comportan según las reglas morales, aunque también, ¿por qué no?, sino los que le siguen y están con él, los que le contemplan clavado en tantas cruces, los que asisten a tantos muertos injustamente, los que ven la gloria del resucitado, los que comparten los sacramentos de salvación.

Y en el genial evangelio de Juan, seguimos viendo a Pedro, todavía con la carne reblandecida por las tres preguntas de Jesús y sus tres respuestas endoloridas: tu sabes que te quiero, tu sabes que te amo. Volviéndose, vio que le seguía el discípulo a quien Jesús tanto amaba. No se advierte resquemor alguno. Están en camino, y Jesús va con ellos. Retoma la escena cuando aquel joven, recostado sobre el pecho de Jesús en la última cena, le pregunta por quién le va a entregar. Al verlo, Pedro, que iba al lado del Señor en aquel caminar, le pregunta: Señor, y este ¿qué? El evangelista con una licencia literaria muy acertada nos pone ahora el foco de la narración en el jovencillo y en Jesús. Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Porque el Señor va a volver y encontrará a su vuelta con muchos jóvenes y muchos viejos, como Juan y como Pedro, que le siguen. Ese caminar no va a interrumpirse. ¡Ah!, y ahora nos encontramos con que el discípulo amado tan especialmente por Jesús, a quien había encomendado a su madre desde la cruz, es quien ha dado el testimonio escrito que estamos terminando de leer en su evangelio, y nos hace cómplices junto a Pedro y junto a él: porque nosotros, en la Iglesia, también sabemos que su testimonio es verdadero.