El domingo anterior celebrábamos la Solemnidad de la Santísima Trinidad, el misterio de la vida íntima de Dios. Hoy celebramos cómo esa vida se nos comunica a nosotros a través de la Eucaristía. Jesús nos da el cuerpo y la sangre que han sido ofrecidos a Padre por nosotros. En el sacramento de la Eucaristía encontramos al Señor que ha pasado por la muerte y ha resucitado. No devoramos un cadáver sino que somos alimentados por Quien vive para siempre.En este Año de la Fe el Papa Francisco nos ha invitado a todos a unirnos en la adoración eucarística, hoy a las cinco de la tarde. Es un gesto en el que manifestamos nuestra fe en la prsencia real del Señor en el Sacramento, y también nos ayuda a visibilizar como la Eucaristía nos une en un solo cuerpo, la Iglesia.

La Eucaristía es un caudal incesante de dones: es Jesús dándose completamente. Eucaristía y cruz se iluminan mutuamente. Entendemos el don perfecto del calvario y su valor infinito que no llegamos a asimilar totalmente por más veces que comulguemos: en el Sacramento está Jesús con toda su vida y su amor.

El Evangelio, simbólicamente, nos presenta la Eucaristía como el único alimento que puede saciar el hambre de los hombres. Ninguna realidad creada puede satisfacer el anhelo del hombre. En las palabras que Jesús dirige a sus apóstoles: “Dadles vosotros de comer”, les muestra que no van a encontrar alimento suficiente en el mundo y, al mismo tiempo, que Él es ese alimento que después de Pentecostés podrán distribuir generosamente y hasta el fin de los tiempos.

La primera lectura prefigura el sacerdocio de Cristo. Melquisedec ofrece el pan y el vino, en lo que algunos autores ven un signo de la fuerza y la alegría. Después bendice a Abrahán. Así sucede con la Eucaristía, donde se renueva el sacrificio de Jesús, y ello redunda en bien de los hombres. Si tomamos el pan y el vino, como signo de todas las realidades creadas, entonces vemos como de la Eucaristía se sigue, por la ofrenda de Jesucristo, el bien para toda nuestra realidad humana. En la Eucaristía está el bien del mundo. Ponemos sobre el altar nuestra indigencia, como los cinco panes y dos peces del evangelio, y se nos da el mismo Jesucristo.

San Pablo, en la segunda lectura, al recordar la institución de la Eucaristía nos lleva también a vivirla como un encuentro personal con Cristo. Por eso dice: “cada vez que coméis de este pan y bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva”. Se anuncia la muerte Redentora con la certeza del retorno glorioso de Jesucristo porque se experimenta la presencia real del Señor en el sacramento.

La Madre María Félix, fundadora de la Compañía del Salvador, cuenta cómo un día en Misa oyó predicar sobre como santa Catalina hizo celda en su corazón para tratar con Jesús. Dice, “no sé cómo fue: de pronto sentí al Niño Jesús en mis brazos y quedé embelesada y abrasada de amor por Él. No lo veía con los ojos del cuerpo, pero aquella presencia era más cierta que si la viese”. Al acabar la Misa, sin embargo, desapareció esa experiencia mística. Señala entonces: “… no osaba rebullirme por si el Niño quería volver. Pero no volvió. Aunque digo mal: se adentró en mi corazón y ya sólo podía pensar en Él y amar a Él”.

Al margen de la singularidad de la experiencia narrada, hay un hecho: por la comunión el Señor se adentra en nosotros para hacernos a su medida y darnos un corazón capaz de amar como el suyo.