El viernes celebrábamos el Sagrado Corazón de Jesús. El Evangelio de hoy nos muestra cómo Dios se ocupa del hombre de una manera concreta. Aunque, como indica san Pablo el Señor ya ha pensado en cada uno de nosotros desde antes que naciéramos, su compasión se extiende a todos los momentos de nuestra vida. Nos cuesta darnos cuenta y entender esa cercanía de Dios, pero Él siempre está cerca de nosotros. En las lecturas de este vía se nos dice que no es indiferente a ningún sufrimiento humano. Lo qe realiza Elías en la primera lectura prefigura ese encuentro, patético y majestuoso a un tiempo, con la viuda de Naín. Jesús se conmueve ante una mujer que lo ha perdido todo, que literalmente, ha quedado sin naa que la aferre a la tierra y que necesita ver como su vida sigue teniendo sentido.

Tal como está narrada la escena del Evangelio parece como si Jesús se hubiera encontrado con la comitiva fúnebre de una manera casual. Iba camino de Naín y, a punto de entrar en la ciudad, se encuentra con los que llevan a un joven para enterrarlo. Quizás en alguna ocasión nos hemos encontrado en una situación semejante. Lo más seguro es que no hayamos sabido que decir. Se trata de un dolor demasiado grande para el que no tenemos respuesta. Incluso es posible que, a pesar de nuestra compasión, no lleguemos a las entrañas profundas del sufrimiento que nos enfrenta.  Dice el Evangelio: “Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: —No llores.” Jesús también queda conmovido por la escena, pero él tiene una palabra que decirle a la mujer. Es una palabra que pronuncia como un mandato. Llega a lo más hondo del corazón de aquella mujer.

Es uno de los momentos en que se nos revela su amor por cada uno de nosostros. Su corazón de carne se conmueve ante una persona concreta. La Iglesia, que continúa la misión de Jesús en la tierra sigue conmoviéndose ante cada persona que necesita ser ayudada. Y lo hace preocupándose de su carencia concreta. Porque la Iglesia recibe a cada uno y le da lo que necesita. La caridad cristiana está muy lejos de la filantropía universal que defienden algunos y que, finalmente sólo se concreta en estadísticas. El cristiano ama a éste y aquél, todos ellos con nombres y apellidos, como la viuda de Sarepta de Sidón o ésta de Naín.

Cristo, con su palabra, afronta en toda su intensidad la angustia de aquella mujer. Lo sorprendente es la fuerza que tiene para hablarle de aquella manera; ese amor que es capaz de secar todas las lágrimas y que no es una palabra vana. Ese amor que abraza totalmente a la mujer en su sufrimiento; que se hace cargo de la gran pérdida que es la muerte de un hijo. Ese amor que se manifiesta también en la mirada que le dirigió Jesús, y que la abarcó en todo su ser y en su necesidad de ser amada.

Necesitamos aprender esa mirada del Señor. Para ello hemos de dejarnos mirar por Él, y que su amor sea la respuesta a todas nuestras inquietudes y lo que sostenga nuestra vida. Necesitamos de ese amor de Cristo capaz de curarnos de todas nuestras pérdidas y de hacernos comprender el gozo de haber sido salvados. Y, al mismo tiempo hemos de aprender a querer de esa manera a nuestro prójimo. Amados por Cristo hemos de llevar su amor a los demás.