2Co 8,1-9; sal 145; Mt 5,43-48

Y nosotros que veníamos diciendo que solo la fe nos justifica, y que por nosotros solos ni mérito ni obra. Pues bien, llega Mateo y parece que quiere rebatirnos: nos pide ni más ni menos que la perfección que el mismo Dios tiene. ¿No exagera hasta dejarnos descolocados? ¿Cómo voy a ser perfecto? Tú, quizá, pero ¿yo? ¿No era Mateo, al fin y al cabo, el más cercano a lo judío de los cuatro evangelistas, cuando nos decía que ni una iota de la Ley se dejará de cumplir? ¿Es esa la perfección? Entonces, todo lo que vamos diciendo, ¿sería falso?, ¿puro engaño?, ¿solo para dejar de merecer y de obrar lo que, en definitiva, Jesús nos pide imperiosamente de parte de su Padre?

Cristo se hizo pobre por nosotros. Tuvo pruebas y desgracias que terminaron en el sacrificio de la cruz. Y en ellas, nos dice el apóstol, creció su alegría; su pobreza extrema se desbordó. Porque Jesucristo vivió la pobreza de manera que quiso una Iglesia pobre y para los pobres. Nosotros, tú y yo, somos miembros de esta Iglesia. Vivimos en su pobreza, no en lo que podrías pensar que es nuestra riqueza. Lo suyo es un derroche de generosidad. Siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que, con su pobreza, nos hagamos ricos. Esto es, pues, lo que él nos da. Nos dona su pobreza, pobreza extrema en la cruz, para que nosotros podamos soportar nuestra pobreza y, en ella, crecerá nuestra alegría. ¿No es esta la perfección que nos pide? Si somos como él; si tomamos su cruz como cosa nuestra y le ayudamos a soportarla, ¿no comenzamos a ser perfectos, como el Padre que también le ayudó a llevarla, sin perder la confianza suprema de que ese era el camino de nuestra salvación y el de su glorificación?

No, no es una perfección que se hace en el hacer mías todas las iotas de reglamentos y leyes. Es perfección en el amor, porque, siendo templos del Espíritu Santo que actúa en nosotros, nos hace caminar por caminos de amor y misericordia que nos llevan al Padre. Quizá la palabra misericordia es la que atañe más a la perfección que nos pide Jesús. Todo nuestro caminar en la fuerza del Espíritu es un modo de irnos acercando a la torrentera de amor que procede de Dios y nos sostiene buscando en nosotros nuestro ser en plenitud. Esa es la perfección a la que Jesús nos incita. Plenitud de amor, como la perfección de Dios es perfección de infinito amor. Amor sin límites. Amor que pasa por la cruz del Hijo. Es de esta manera como nuestra caridad es genuina.

Perfección que nos ha de llevar a que hagamos posible lo imposible: amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos aborrecen, rezar por los que nos persiguen y calumnian. Ni más ni menos que esto es lo que nos pide el Señor. Y nos lo pide porque sabemos que ahora, ahora sí, lo podemos, mejor, lo puede la fuerza del Espíritu que habita en nosotros y nos ofrece sus dones. Dones de misericordia. Porque es así como seremos hijos del Padre. Padre nuestro hemos dicho, porque Jesús nos ha pedido que recemos así, y él es misericordioso con todos, hace salir el sol sobre justos e injustos. Hacer lo que hace Jesús por la fuerza del Espíritu en nosotros, de este modo somos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto.