1Tm 6, 2c-12; Sal 48; Lc 8,1-3

Hasta los salmos insisten en ello: no podemos salvarnos por nosotros mismos ni dar a Dios un rescate. ¿Es buena tanta insistencia? Solo se salvan, por hablar el lenguaje del AT, los pobres de Yahvé, quines nada tienen y todo lo esperan de él, pues quienes se felicitaban en vida y los demás les halagaban por lo bien que lo pasan, nunca verán la luz. ¿Son estas palabras duras, excesivas? Depende de para quien. Sí lo pueden parecer para el rico epulón y para sus cinco hermanos o para aquel insensato joven rico que corrió a Jesús, pero se alejó con triste precipitación, los que confían en su opulencia y se jactan de ella, o los ricos que no caben por el ojo de la aguja. No en cambio, para la pecadora de ayer, o las mujeres que seguían a Jesús cuando iba caminando de ciudad en ciudad, acompañando a los Doce, gente poco importante, como María Magdalena de la que habían salido siete demonios. Sorprende, pues parece que Jesús se congratula de manera estupefaciente de la dicha de los pobres en el espíritu, porque de ellos será el Reino de Dios. ¿No estamos, pues en las mismas?, ¿ir con Jesús será para pobretones, mendigos, gentes sin iniciativa, fracasados, esclavos, perdedores natos, gentes medio tontainas? Pues mira, si quieres, sí, ¡qué le vamos a hacer! Quizá Dios es muy raro y Jesús también. ¿Parecería que quisieran contrariarnos en todo? ¿Quieren acaso establecer algo así como un equilibrio de justicia: tu lo pasaste demasiado bien en vida, pues mira, ya veremos lo que te ocurre tras la muerte, ahí está el infierno del rico epulón? ¿Es eso? No, creo que no.

Jesús ha venido a salvar a los muchos, es decir, a todos. La lectura de la primera carta a Timoteo nos lo indica: es verdad, la religión es una ganancia cuando uno se contenta con poco. Aunque, finalmente, ese poco sea adquirir por imitación y gracia de Cristo la imagen y semejanza que habíamos perdido.

Mas ¿no nos acontece con demasiada frecuencia que buscamos riquezas, nos enredamos en mil tentaciones, creamos necesidades absurdas y nocivas?, ¿que nos olvidamos de quien nos creó para en la alegría suprema de darle gracias, y nos dejamos arrastrar por la codicia? Tú, hombre de Dios, mujer de Dios, huye de todo esto, practicando la justicia, la religión, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Los filósofos moralistas de tiempos san Pablo no pedían una vida distinta a esta, y numerosas veces sus maneras son citadas por él. No se trata de algo que nos separe de los demás en nuestro comportamiento y en nuestros modos de vivir. La raíz de nuestro comportamiento moral, seguramente, está en que nosotros lo alcanzamos por la fuerza de la fe. Y la cuestión está en dónde encontrar la fuerza para vivir de esa manera. Porque nosotros nos hemos hecho conscientes de que es el pecado quien nos arrastra a un comportamiento inadecuado, pero que mirando a la cruz encontramos el poder de Dios que nos justifica, liberándonos del pecado, y esto lo hace por nuestra fe en Jesús. Así se nos abren las puertas del amor. De otra manera, ¿seríamos capaces? En él estamos salvados, pero ¿lo estaríamos sin él? Siendo así, los pobres de Yahvé son los que encuentran en Dios el alegre amor de su delicia, quienes están arrebujados en el amor que nos viene de Dios.