2Co 11,1-11; Sal 110; Mt 6,7-15

Nos basta con la oración del Padre Nuestro. Con ella damos gracias al Señor de toda gracia y lo hacemos con todo el corazón; en compañía de todos los rectos de corazón, nos dice el salmo. El Señor está con nosotros. Nos da su gracia, que nos justifica en nuestros haberes y en nuestro ser, en nuestro serse, como decía maravillosamente Unamuno. La obra del Señor es esplendor y belleza. Y lo más exquisito de ella somos nosotros, creados a su imagen y semejanza. Nada del universo fue creado con tanto cariño; se diría que preparaba el momento de la encarnación del Hijo. Ni en galaxia o mundo lejano, ni en hipopótamo o escarabajo, ni siquiera en ángel, sino en carne como la nuestra, en todo semejante a la nuestra, excepto en el pecado. Solo nosotros le llamamos Padre. Y ese nombre nos lo ha enseñado Jesús, el Hijo, quien nos abrió las puertas de la oración en la bendita sencillez de la que puso en nuestros labios. Justicia y verdad son las obras de sus manos. Que seamos justificados por la fe no es fruto del azar, pues entraba en el designio profundo de Dios para nosotros. Solo nosotros somos capaces de entender las fuerzas que mueven el mundo, las leyes que lo conforman. Solo nosotros tenemos el logos, la palabra que nos hace. Y, fuera de nosotros, solo el Hijo de Dios se dice Logos, creador del mundo. Pueden decirnos que hay infinitos mundos —aunque siempre afirmarías que por estar tan lejanos de nosotros nada sabemos ni podremos nunca saber de ellos, ¿entonces?—, sin embargo, criaturas preñadas de logos solo nosotros. Criaturas con capacidad tan asombrosa que nos cabe preguntar sobre Dios, pues somos capaces de Dios. Tal es la cercanía entre el Creador del mundo y el extraño ser que fue creado el día sexto, como nos relatan las páginas que abren la Biblia. Solo nosotros con él, solo él con nosotros tenemos afinidad de espíritu, afinidad de logos, de palabra, de sermón, de habladurías, de relatos. Solo nosotros podemos hablar de él y con él. Mas Dios es insondable, por eso, en un acto supremo de amor, para tener un interlocutor en el mundo que estaba creando, nos creó a nosotros. Nos creó libres, como él es libre. Es verdad que demasiadas veces, desde el mismo comienzo, hemos usado mal esa libertad, y en vez de utilizarla para bendecir al Señor, engañados, hemos querido una y otra vez ser como dioses.

Mas con Jesús, que nació y vivió entre nosotros, que fue muerto en la cruz por y para nuestros pecados, que fue sepultado, y nosotros somos sepultados con él, de cuyo costado herido salió agua, el sacramentos del bautismo, y sangre, el sacramento de la eucaristía, donde nace la Iglesia, cuya cabeza es el mismo Cristo Jesús. Así pues, porque el Padre sabe lo que nos hace falta antes de que se lo pidamos, sin dejar que se perviertan nuestras mentes apartándonos de la sinceridad con Cristo, una vez recibido su Espíritu que ha hecho de nosotros su templo, podemos rezar con las palabras que Jesús nos enseñó. Pedimos que sea alabado su nombre y venga a nosotros su reino. Que nos dé nuestro pan. Que perdone nuestras ofensas. Que no nos deje caer en tentación y nos libre del Malo. Pero quede claro: si nosotros no perdonamos a los demás, tampoco nuestro Padre nos perdonará a nosotros.