Gn 17.1.9-10.15-22; Sal 127; Mt 8,1-4

¡Quiero, queda limpio! Qué confianza humilde en el Señor. Eso es la fe del leproso, puro confiar en que, si así lo quiere, Jesús podrá limpiarle de su terrible enfermedad que, entonces, creían fruto del pecado. Una enfermedad que te dejaba excluido del pueblo de la alianza, abandonándote fuera de la ciudad, sin que te pudieras acercar a nadie, y menos aún tocarle. El leproso, entonces, era considerado como un pecador excluido del trato con Dios y con los hombres. Injusticia horripilante con esos pobres enfermos; tan horripilante como la misma enfermedad. Mas nos ha de servir como metáfora del trato de Jesús con los pecadores.

Jesús ha venido a salvar, no a condenar. Siempre deja acercarse a los pecadores, por más públicos y notorios que sean. Siempre quiere salvar a las personas; salvarles de su enfermedad y de su pecado. Busca siempre que aquellos con los que se encuentra tengan acceso al favor de Dios, por muy negra que sea su conciencia. Se le acercó un leproso, es decir, se le acercó un pecador. Otras veces, como en el pequeño Zaqueo, llevado por una irresistible curiosidad, fruto de su mala conciencia de publicano, quien se sabe pecador, se sube a la higuera para tocar a Jesús con la mirada: quiere verle. Otros, como aquella mujer, quiere tocarle, y acaricia el borde de su manto. O le lava los pies, enjugándolos con su cabello. En quien, como ellos, se sabe pecador, hay un acercamiento a Jesús, una nostalgia de pureza para poder acercarse a él, para estar con él, si pudiera ser, para cambiar esa vida de pecado. Y encuentra que en Jesús, en su cercanía, en su mirada, en su tocamiento, se le ofrece el perdón total de Dios. Si al menos llegara a tocar el borde de su manto. Si me acercara a él y, arrodillado, le pidiera que me limpiara de mi pecado, me habría de librar e iniciaría una vida distinta, una vida junto a Dios. Tal es el acercamiento de fe del leproso. Si quieres… Palabras asombrosas, llenas de una contenida y tambaleante seguridad. Tienes poder para ello y podrías librarme de eso que, sin que tú me ayudes, no puedo abandonar. Necesito de tu fuerza, de tu tocamiento, de tu mirada, para quedar limpio de mi pecado. De otro modo, si tú me abandonaras, ¿qué sería de mí?, continuaría en mi ser de pecado y de abandono de Dios de manera ininterrumpida y para siempre. Fijaos, pues, cómo fe y justificación van de la mano. Ese si quieres son las palabras que expresan nuestra fe; fe en él, en que tocándole, quedaré limpio. Poca cosa, apenas nada. Y se trata de algo que nace en mí viéndole a él. Quizá antes es un cierto estado de melancolía por la vida de pecado en la que me encuentro; de nostalgia de Dios en cuanto veo o me encuentro con Jesús. Por eso, viéndole a él, mirándole, surge en mí la confianza rotunda en que ese encuentro va a ser de salvación para mí. Y, por eso, humildemente, me acerco a proponerle el si quieres, o, quizá, simplemente, me subo a la higuera para, mirándole, verle en sus hechuras de santidad. Y al momento viene la respuesta de Jesús: ¡Quiero, queda limpio!, y la gracia de Dios borra todo pecado, restableciendo mi relación con Dios por su gracia.

Las palabras y el tocar de Jesús siempre son sacramentales, expresión sacramental, pues siempre traslucen el sacrificio de la cruz.