No hay duda que, en estos tiempos, la imagen es muy importante. Tenemos que dar buena imagen al exterior e incluso aparentarla. Muchas personas se afanan en “limpiar” su pasado, no dejar huella de sus equivocaciones y sus errores y así presentar al mundo una cara simpática y amable. Cuando se quiere hundir a alguien se busca en su pasado para descubrir cualquier mancha, desliz o pecado y se airea a los cuatro vientos. Para los que consideran que sólo somos fruto de nuestra historia es fundamental que en nuestro pasado no haya ninguna falta.  Pero nuestra historia es algo más que un acontecer de sucedidos y decisiones.

«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo. » Celebramos hoy a Santo Tomás. En un grupo de creyentes a nadie le gusta ser recordado como “el incrédulo”. Los Apóstoles eran pocos, menos los Evangelistas, podían haber hecho un pacto de silencio y callar este acontecimiento de la vida de Tomás. Ciertamente, si el Apóstol se presentase a unas elecciones al papado este sería un borrón en su expediente. Habría que lavar su imagen y dejarle como un señor comprometido, fiel, siempre al lado del Señor, inquebrantable, firme y de toda confianza. Pero no es así. Tampoco Pedro, ni Pablo, ni el resto de los Apóstoles quedan como los mejores candidatos a ocupar ningún cargo de responsabilidad.

Pero nuestra historia no es lineal. Al igual que la historia de la humanidad ha sido sacudida por la encarnación de Cristo y Dios hecho hombre ha irrumpido en nuestra vida, la misericordia de Dios cambia nuestra imagen desde la fortaleza de la debilidad. “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular” y por eso estamos edificados sobre el cimiento de los apóstoles. Cimientos solidos pues no es su fortaleza la que los fortalece, sino la de Jesús.

No tengamos miedo a nuestro pasado ni a nuestro presente y afrontemos con esperanza el futuro. La misericordia de Dios hace que nuestras equivocaciones y nuestros pecados –si los ponemos en manos de Dios-, puedan ser una bendición. Mostrando nuestra heridas reconocemos la grandeza de aquél que nos ha curado. La imagen de la Iglesia es la imagen de Cristo resucitado. A pesar de los pecados de los que la formamos todos podemos decir -«¡Señor mío y Dios mío!», confesar nuestros pecados y hacer de nuestras debilidades pasadas la fortaleza de la Iglesia presente. No queramos limpiar nuestra imagen ante Dios, justificarnos nosotros e intentar quedar bien. Deja que sea Cristo el que te cure con el sacramento de la reconciliación. No te avergüences de tu pasado si has puesto tu presente en Cristo. El Espíritu Santo sana desde dentro hacia afuera. Deja que Él sane tus heridas y te convertirá en bálsamo y consuelo para todos.

María, madre de los creyentes, nos ayude a creer cada día más y mejor, a poner nuestra vida en manos del Señor, dejar que sane nuestras heridas y nos haga fuente de consuelo para los demás.