Ayer se puso a arder un edificio de oficinas en mi barrio, de las plantas 14 a 17. Como está en construcción y no se  trabajaba el sábado por la tarde no ha habido que lamentar ninguna víctima, gracias a Dios. Muchos se detenían a ver el fuego, hacerle fotos y ver la tarea de los bomberos. La verdad es que el fuego es apasionante, como se propaga, como puede con todo cuando toma fuerza y, sin ánimo de incitar a ningún pirómano, tiene una gran belleza. Si el fuego fuese simplemente un poco de humo que avanza lentamente y a la menor brisa se apaga no sería digno de admirar. Pero el fuego de verdad cuando lucha contra el aire se aviva y se hace más grande.

“La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies.” Sin duda la tarea de evangelizar nos supera, parece que el mundo corre en dirección contraria a Dios y que todos nuestros esfuerzos por anunciar a Cristo se quedan en nada. Por eso en este año de la fe tenemos que pedir al dueño de la mies que nos conceda vivir la fe como un fuego devorador, que no se apaga a la primera contradicción, sino que se fortalece en las dificultades. Una fe que proclamamos no para sentirnos arropados y para ser más, sino porque es un bien para toda la humanidad. Nos lo recuerda el Papa en la última Encíclica: “Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo”.

La Iglesia no anuncia el Evangelio para ser más en número y así influenciar más en la sociedad. La Iglesia anuncia el Evangelio pues es la verdad que ilumina la vida de todos los hombres. Si sólo hubiera dos cristianos en el mundo no deberían juntarse para ser pareja de pádel, sino que se pondrían a anunciar al mundo a Cristo crucificado y resucitado. Lo demás importa menos: “En adelante, que nadie me venga con molestias, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús”.

Y tú y yo: ¿Qué hacemos para anunciar a Cristo? ¿Somos fuego que arde que ilumina y prende en su entorno o somos humo que lo único que hace es que tosan los que están a nuestro alrededor? ¿Sentimos la urgencia de anuncia a Cristo en su Iglesia en un mundo que se aleja de Dios o nos ocultamos ante las dificultades o juicios? ¿Procuro enco9ntrarme diariamente con Dios para que avive la llama de mi fe o dejo que se vaya apagando y languideciendo sin hacer nada?

Que nuestra Madre del Cielo nos ayude a responder a estas preguntas con toda la fuerza y la gracia del Espíritu Santo