Gn 18,20-32; Sal 139; Col 2,12-14; Lc 11,1-13

Diálogo en extremo emocionante el que se da entre Abrahán y Yahvé. A pocos inocentes que se encuentren en ella, ¿destruirás la ciudad llena de pecado, el inocente por el culpable? Pero no se encuentran los inocentes que harían desistir a Dios de sus planes de destrucción. ¿Y si solamente hubiera un inocente, nos destruirías? No, en atención a él, no os destruiré. ¿Quién es ese inocente? Jesús, el Hijo, clavado en la cruz con los clavos y los azotes de nuestros pecados. Él, sí. Intercede por nosotros ante su Padre, porque es el Inocente que muere por y para nosotros clavado en la cruz, en donde, precisamente, se muestra la gloria de Dios que nos salva.

San Pablo, como siempre, nos lo hace comprender. Nos señala con modos forenses cómo el Señor Dios canceló la nota de cargo que nos condenaba con sus cláusulas, contrarias a nosotros; la quitó de en medio, clavándola en la cruz. Ha sido un acto sacramental: con Cristo fuimos sepultados por el bautismo y hemos resucitado con él. ¿Qué hemos puesto nosotros? La fe en la fuerza de Dios que lo resucitó de entre los muertos. De este modo, nuestra culpa quedó clavada ella también en la cruz, con los estropicios de muerte que provoca en el manso Cordero, y todas las puertas de la redención se abrieron para nosotros. Por medio de Cristo destruyó a los poderes, exhibiéndolos en público espectáculo (¡también aquí esa palabra tan sorprendente!), como dice la epístola en el versículo siguiente a lo que hemos leído. ¿Qué es la fe? Nuestro continuo y caviloso dar vueltas en torno a la cruz de Cristo, viéndole clavado en ella, muriente, mirándonos él con misericordia, mirándole nosotros con compasión infinita; rumiando el espectáculo asombroso que se desarrolla ante nuestros ojos, porque allá se encuentra el Inocente, el Único, que muere por mí y por ti, por nosotros y por ellos, por tantos, por muchos, por todos. Sorpresa inaudita por la que obtenemos la justificación de nuestros pecados y cambia por entero nuestra vida por la fuerza del Espíritu. ¿Qué pusimos nosotros en este espectáculo asombroso? Apenas nada, la nonada de nuestra fe, de nuestro mirar compasivo una y otra vez a la serpiente clavada en la cruz que lleva consigo todos nuestros pecados.

El evangelio de Lucas que hoy leemos va por otros derroteros. Uno de sus discípulos, quizá yo, seguramente tú, le pide a Jesús que nos enseñe a rezar. ¿Cuándo? Siempre. Cuando demos vueltas en torno a la cruz, en torno a las escenas que nos muestran a Jesús marchando por sus caminos. Cuando nos adentremos en el agua del bautismo para ser sepultados con él. Le vemos a él siempre en oración, por eso, ¿cómo rezaremos nosotros? Al final, siempre, es evidente, nuestra oración será dándole gracias, tal es la fuente última y no sé si primera de toda oración. Pidamos la alegría. Pidamos la pitanza. Pidamos el perdón. Pidamos que nunca nos deje caer en la tentación; no que nos libre de ella, pues esto solo se podría dar en la muerte, sino que jamás nos abandone en nuestro caminar por la vida, quizá, en nuestro mero deambular por ella. Pedid y se os dará. Buscad y hallaréis. Hoy, finalmente, le pediremos que mire al único inocente, el que puede librarnos de las asechanzas del Maligno. Porque el inocente clavado en la cruz es espectáculo de salvación para nosotros. Creyendo en él, el Señor nos justifica.