Ex 31,15-24.30-34; Sal 105; Mt 13,31-35

Si hay algo que el Dios de la Alianza no puede soportar es que su pueblo adore ídolos. Se hicieron un becerro, adoraron un ídolo de fundición, se espanta el salmista. Se olvidaron de Dios, su salvador. Perdimos aquella imagen y semejanza primigenia con la que fuimos creados, y quedamos emborronados por el engaño de la serpiente. Porque el Malo nos acechaba y sigue acechándonos siempre, y nosotros una y otra vez caemos a sus pies. ¿Qué tiene el becerro, qué tienen los ídolos para que al punto de haberlos construido con nuestras manos, los adoremos, olvidando a nuestro Dios, el único Señor de cielos y tierra? Quizá lo vemos demasiado alejado de nosotros. Quizá no podemos soportar el estar bajo las manos de Dios. Quizá pensamos que el ejercicio de nuestra libertad pasa por fustigar la libertad con la que él nos creó. Quizá preferimos correr por nuestra cuenta, comiendo de todos los árboles que nos venga en gana, pues nuestra voluntad es más poderosa que la de Dios. Quizá seamos tan tontamente ingenuos que todo poderoso terrenal nos arrastra, poniéndonos a sus pues para que le adoremos. Quizá pensemos que es mejor adorar a quien tiene poder cercano a nosotros, aunque sea uno como nosotros, porque suponemos que así algún día seremos uno de ellos. Son tantas las maneras del autoengaño que, cuando lo miras con cuidado y lo haces desde la cercanía de la mirada salvadora de Dios, nos quedamos perplejos de nosotros mismos. ¿Cómo es posible que me dejara arrastrar de aquella manera tan inicua en esa y la otra ocasión? ¿Cómo puse mi pie en el cuello de aquel otro para sojuzgarlo y hacerle inferior a mí? ¿Cómo me olvidé tan pronto del mal que había hecho con este hermano con aquella hermana en esta y en la otra ocasión? ¿Cómo maltraté a personas y cosas? ¿Cómo me creí gallito de la creación? Todo ello fue empolvando en mí, en ti, en nosotros, en vosotros, en ellos, la imagen y semejanza con la que fuimos creados, hasta hacernos poco más que un paquete de basura. Dios hablaba ya de aniquilarnos, hasta que su elegido intercedió por nosotros, se puso en la brecha frente a él, para apartar su cólera del exterminio, considerando que su pueblo ya no era salvable. Alguien intercede por nosotros. ¿Quién?, ¿por qué?, ¿dónde se coloca para salvarnos cuando parecería que ya no hubiera solución? Ese punto cósmico que estira de nosotros con suave suasión es la cruz gloriosa de Cristo. Punto cósmico porque una persona, Jesús, muerto por y para nosotros; porque un lugar, el madero clavado en la tierra del monte calvario que apunta al cielo y el travesaño horizontal que acoge a muchos, a tantos, a todos; porque una gloria, la del Padre Dios.

Ahora, estando en este punto de contemplación comprendemos qué es y cómo funciona el reino de los cielos. Un diminuto grano de mostaza que sembramos en la huerta; una ínfima levadura que echamos en el pan. Algo que se me hace posible en Cristo. Porque aquel grano de mostaza que soy yo mismo, ahora crece y se hace arbusto y los pájaros del cielo anidan en mis ramas. Porque aquella pizca de levadura hace ahora que todo fermente y se obre sabroso pan. Parece apenas nada, es en realidad una verdadera nonada que ahora está en mis posibilidades, en las tuyas, hombre de fe, mujer de fe, justificado de sus pecados y hecho nuevo en el Espíritu.