Lv 25,1.8-17; Sal 66; Mt 13,1.12

Herodes, calzonazos que utiliza su poder según el qué dirán; que se deja cazar en sus propias e insensatas palabras y, luego, para, cree él, poder mantener su autoridad ante los papanatas que constituyen su corte, comete injusticias y tropelías entre los pequeños, pues es un vendido a los grandes. ¿Qué otra cosa podemos decir de la muerte de Juan? La danza de los siete velos le ha llevado a lo que no quería: ordenar que le traigan la cabeza de Juan servida en una bandeja. Y luego vive espantado, pensando encontrar al profeta mandado matar de manera tan rácana en cualquier otro que se le acerca con autoridad de ser, como es el caso de Jesús.

Que hagan lo que gusten esas autoridades calzonzillosas, ¿qué más nos da?, nos podrán matar en un hervor de injusticia, para mostrar lo que mandan, para que se les vea grandes, porque saben que todos les ven en su pequeñez, ¡ah!, pero ahora vas a ver lo que puedo, el mando que es el mío, ¿no sabes que tengo poder pora soltarte o para matarte? Al menos estas palabras fueron pronunciadas por alguien que, sin tener mayor catadura moral que el pequeño virrey, poseía la autoridad de Roma. ¿Qué?, ¿nos espantaremos ante el primer personajillo que tenga poder sobre nosotros, sobre nuestra vida y nuestra muerte?

Llama sobremanera la atención que, según nos cuentan tantas y tantas crónicas, los mártires iban alegres a la muerte. Quien piense que eran unos necrófilos se confunde. Iban perdonando, repletos de ganas de vivir, aunque fuera ahora una vida nueva, la vida eterna. Pero siempre iban alegres, cantando. En el horno ardiente los tres muchachos cantaban a su Dios. ¡Oh Dios!, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Siempre hay una autoridad injusta que te dice: tienes que estar bajo mis pies y hacer lo que yo te diga, tienes que adorar a quien yo adoro, abandona a tu Dios y pisotea la cruz. Te obligo a que seas de los míos; no puedes ser distinto que yo, y si te emperras, te juegas la vida. No tenemos que ir a tiempos remotos, hoy, en todo el mundo, cantidades ingentes de seguidores de Jesús son degollados por el simple hecho de serlo. No se les puede consentir que sean otros, que no quieran elegir en el bando de los que se matan a dentelladas, pues si no estás en nuestro bando es porque eres nuestro enemigo. Hoy, a muchos cristianos se les masacra, se les expulsa, se les obliga a desterrarse, abandonando su país al exilio. No se puede consentir que sean distintos. Son como grano molido entre dos piedras; son levadura que, cuando Dios quiera, levantarán toda la masa.

Algunos amigos nos dicen: ¡bah!, vosotros hicisteis lo mismo. Es verdad, en muchas ocasiones lo hicimos, pero pedimos perdón puestos de rodillas. Algunos nos dicen: ¡bah!, todavía hoy queréis imponernos lo que pensáis del aborto, de la eutanasia, del matrimonio. No, no es verdad: proponemos lo que pensamos con la convicción de que, en la alegría de nuestro seguimiento de Jesús, tenemos razón, puesto que basadas en nuestra fe, nuestras propuestas son razonables y van buscando que alcancemos nuestro ser en plenitud. No es verdad que impongamos nada: proponemos y defendemos lo propuesto con la alegría de ser seguidores de Jesús. Mas algunos quieren hacernos mártires de la palabra, buscando por todo medio que callemos y nuestra voz no se oiga, no acontezca que sea escuchada.