Dn 7,9-10.13-14; Sal 96; 2P 1,16-19; Mc 9,2-10

La Transfiguración del Señor es un chorro de alegría de Pedro, Santiago y Juan. Habíamos subido con Jesús a la montaña alta y se nos quedó grabado. No entendimos todavía. Vimos el triunfo de Jesús. Fijaos que la escena comienza nombrando a Jesús y termina con el mandato de que no contemos a nadie lo que hemos visto. ¿Es, por tanto, una escena cerrada sobre sí misma? No, puesto que se abre al blanco deslumbrador, a la aparición de Elías y Moisés y, sobre todo, a la voz que sale de la nube: Este es mi Hijo amado, escuchadle. Tal es la apertura interior de la escena, que termina con el mandato de Jesús: No se lo digáis a nadie. ¿Hasta cuándo la prohibición de narrar aquello de lo que hemos sido testigos estupefactos? Maestro, ¡qué bien se está aquí! Pedro, siempre Pedro, el impetuoso, el portavoz, quien habla por todos también acá, se exalta en la belleza incandescente de la escena, en la cual vemos a Jesús como siempre habríamos querido, como el vencedor, el vocero del cielo. Que bien se está aquí. Mas de pronto todo se termina y nos volvemos a encontrar con la luz natural en lo alto de la montaña. ¿Todo se termina? No, porque si es verdad que la voz de lo alto le ha denominado Hijo amado, ahora Jesús se llama a sí mismo Hijo del hombre, para decirnos que no hablemos de lo acontecido hasta que resucite de entre los muertos. ¿Cómo, pues, íbamos  a entender nada? Encontramos luz resplandeciente al transfigurarse delante de nosotros, pero la mención final tiene una extraña profundidad. Jesús no habla de muerte en cruz, sino que directamente menciona la resurrección. Por eso, ¿cómo podría ser de otra manera?, discutimos qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos. Queremos a Jesús vivo y lleno de esplendor, y nos encontramos con la mención de los muertos. Porque lo hemos entendido muy bien, para resucitar hay que morir primero. Jesús tendrá que subir a la cruz y, luego, adentrarse en el sheol, el lugar de los muertos, donde se encontraban los justos que esperan ansiosos la venida de quien les va a arrancar de ese lugar de obscuridad tenebrosa.

Porque su poder es eterno, no cesa. Su reino no acaba. La Transfiguración no es escena de un momento, allá en lo alto de la montaña sagrada de la que nos habla la carta del apóstol Pedro. Todo en la vida de Jesús se da de una vez, aunque vaya desarrollándose en el misterio de la historia; primero de la historia de su vida, muerte y resurrección, y, luego, en la historia de su Iglesia, cuyos primeros balbuceos encontramos en el libro de los Hechos. En esta escena majestuosa se nos confirma la palabra de los profetas —siempre dando vueltas al cumplimiento—, y hacemos bien en prestar atención a esa lámpara que brilla en lugar obscuro, esperando que despunte el día y el lucero nazca en nuestros corazones.

¡Qué alegría, Señor! Deberemos comprender que tu cuerpo y tus vestidos refulgen siempre en ti y en tus pobres, aunque su resplandor escapa tantas veces a nuestra atingencia. Y el lugar en donde se nos ofrece en su máximo esplendor la gloria de Dios es en la cruz, la tuya y la de tus pobres. Será entonces cundo no tengamos que discutir qué significa aquello de resucitar de entre los muertos.