Si 51,1-8; Sal 30; Mt 10,22-33

Edith Stein era filósofa. Tenía un inconveniente grave en aquella Alemana: aunque primero agnóstica y luego católica, seguía siendo judía de raza, y eso se pagaba entonces con el veto de las grandes universidades, y luego con la estrella amarilla y, en tantos casos, la muerte en las cámaras de gas. Entró en el Carmelo de Colonia. Había descubierto a Cristo leyendo la autobiografía de santa Teresa de Jesús, y desde ese instante se dijo: esto será lo mío. Ante el peligro por ser judía, creyeron conveniente trasladarla a un Carmelo holandés a pocos kilómetros de la frontera alemana. Pero no contaron con la carta de los obispos holandeses condenando la persecución, lo que hizo que esta se extendiera implacable a Holanda, país ocupado. Por más que católica y religiosa, fue detenida y llevada como ganado a la cámara de gas. El tren en que iba la recua de reses, como la consideraban los nazis, pasó por la estación de Colonia y allá, les cambiaron de tren. Avanzaban en filas estrechamente vigiladas. Una amiga querida de Edith Stein, que estaba en ese momento en la estación, la vio unos instantes, vistiendo aún su hábito carmelitano. No se atrevió más que a mirar, y vio que el rostro de su amiga, llevada al matadero, resplandecía radiante. Dos o tres días después, lo que tardó el tren en llegar, fue martirizada por su amor a Cristo y por el hecho maravilloso de ser de su misma raza.

Contempladla y quedaréis radiantes.

Siempre que me refiero a esta escena de pura contemplación, se me humedecen los ojos.

No tenía miedo a los que matan el cuerpo. Estaba entregada a su Señor. Su cara resplandecía mientras se acercaba al altar en la que ella y tantos otros, como su Maestro, sería inmolada. Confesaba a Jesús, a ese niño Jesús que, desde santa Teresa, todos los carmelos tienen en lugar preferente. La gran Teresa. La pequeña Teresa. La Teresa de la contemplación y de la vida filosófica, que se vierte a su Dios y Señor. Le confesó delante de muchos, ahora de todos. Trabajó como maestra de filosofía. Con el permiso de sus superiores, siguió escribiendo sus obras en el Carmelo que le había recibido. Una escritura que era contemplación.

El Señor se compadeció de ella, siempre esa mirada de misericordia, y su amor le llenó de gozo. Aunque destrozada su vida por la persecución junto a su pueblo judío, puso su vida y la de todos los suyos en las manos del Señor su Dios. El amor de su Jesús le puso a salvo. Su Dios no le abandonó, como tampoco abandonó a Jesús en la cruz. Es verdad que podemos preguntarnos, como tantos otros, cómo es posible que Dios permitiera semejante maldad. Permitió la acción implacable, negativa, monstruosa de quienes ejercieron su libre voluntad en la persecución y en el matar, queriendo hacer desaparecer a todo un pueblo, y, no lo podemos olvidar, a muchos más que también fueron martirizados. Como oveja llevada al matadero. Murió, es verdad, como tantísimos otros, en injusticia suprema, hija de una voluntad que se había dejado llevar por el engaño del Maligno, prueba de lo que tan voluntariamente solemos hacer: matar, matar y matar. ¿Cómo es posible que Dios lo permitiera? Porque, ¿imprudente?, permite nuestra voluntad libre, con la esperanza de que la víctima ofrecida en el altar, cada una en su propia cruz, sea una acción redentora que nos merezca la salvación del pecado y de la muerte.

Contempladla y quedaréis radiantes.