2Co 9,6-10; Sal 111; Jn 12 14-26

Es bienaventurado el que teme al Señor. Su vida es una buena aventura. Quien se apiada y presta será justo y jamás vacilará. Reparte limosna a los pobres, su caridad es constante, sin falta, y alzará la frente con dignidad. Misericordia es limosna, dar gratis, ofrecerse como servicio. Sembrar generosamente para no ser tacaño en el dar. Como dice Pablo, Dios tiene poder para colmarnos de toda clase de favores, de modo que teniendo siempre lo suficiente, nos sobre para obras buenas. Por eso, la misericordia es sobranza que nos viene de Dios. Porque él nos da con objeto de que nos sobre. Y nosotros debemos dar eso sobrante que recibimos de Dios, porque, viniendo de él, nunca se nos acabará el pan. Siempre podremos servirlo y recoger doce grandes cestos sobrantes. Es la añadidura con la que el Señor nos dona. El servicio con el que le servimos a él; servicio que siempre nos premiará.

Hemos pasado años falsos, teñidos de una ideología ensoberbecida, pues se pensaba que la misericordia era caridad pública, cuando lo que se debía ofrecer era justicia; así, la misericordia estaba reñida con la justicia. Como si la misericordia fuera la vana respuesta que dábamos a la injusticia con la que construíamos nuestra sociedad. La misericordia de Dios es la acción en contra del mal, de la perdición; la manera con la que Dios se opone y resiste al mal. Porque Dios, movido por su compasión, crea sin cesar nuevos espacios de vida y de bendición para nosotros. En Dios, la misericordia vence a la justicia, nos remite a su total alteridad con respecto a nosotros. Su misericordia es justicia creadora. La suya es una libertad soberana, que no es arbitraria, pues en él la misericordia se corresponde con su fidelidad. Nos podemos poner en sus manos con total tranquilidad. La suya puede decirse una opción preferencial por los pobres, necesitados de justicia y de misericordia (Karl Kasper, La misericordia).

Con Jesús irrumpe el reino de Dios, tal es la Buena Noticia (Mc 1,14). Buena Noticia para los pobres, como anuncia Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18.21). Para Mateo, las obras de Cristo son las acciones sanadoras y auxiliadoras de la misericordia (Mt 11.5-6). Jesús anuncia la misericordia del Padre, y la vive. El centro del mensaje de Jesús es este: Dios es Padre; Padre suyo y Padre nuestro. La perfección de Dios es su misericordia (Mt 5,48 y Lc 6,36). El Dios de Jesús no nos humilla, sino que sale a nuestro encuentro, restituyéndonos la dignidad de hijos. El centro de la existencia de Jesús es ser-para-nosotros: muere por y para nosotros. Hoy esto se antoja incomprensible, incluso profundamente escandaloso: que Dios quiso como víctima para la salvación del mundo a su propio Hijo. ¿Qué Dios es este, pues, que pasa por encima del cadáver de su propio Hijo? Voluntariamente Jesús carga con nuestros pecados, incluso haciéndose él mismo pecado (2Co 5,21), a él la muerte no le derrota, sino que la vence, y en ella vence a la muerte, irrumpiendo en nosotros la vida, posibilitándonos un nuevo comienzo y regenerándonos en su gran compasión (1Pe 1,3). Creer en el Hijo crucificado significa creer que el amor está presente en el mundo y es más poderoso que el odio y la violencia, más poderoso que el mal (Karl Kasper, La misericordia, pp. 76-78 y 84). Qué hermosas estas palabras de Juan Pablo II: Creer en este amor significa creer en la compasión.