¡Libertad! ¡Libertad! Gritaban las masas mientras se metían en las celdas de la cárcel. En ocasiones parece que pensamos así. Hace poco hablaba con un chaval al que le quedaban pocos días de estar encerrado en un centro de menores. Estaba deseando salir para seguir poniéndose hasta arriba de porros y alcohol. Estaba harto de una falta de libertad para entregar su libertad al enemigo. Muchas veces nos encanta –aunque parezca mentira-,  pasar de ser hijos a ser esclavos. A los que nos hemos criado leyendo Asterix y Obelix se nos queda en la memoria esos dibujos del mercado de esclavos en Roma, donde los dos protagonistas intentan ser vendidos como esclavos, y la venta de los humanos de distintas razas que había allí. Cada uno estaba orgulloso de ser el mejor esclavo, los más finos y “objetos delicados de casa Tifus”… ¡Vanidad de vanidades! Hasta de ser esclavo se puede presumir.

“Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?” La parábola de los trabajadores de la viña tiene este curioso final. El propietario no trata al contratado como un esclavo, le llama “amigo”. Dios nos llama amigos, hijos y muchas veces preferimos ponernos en manos de aquel que nos llama objeto de consumo o de producción. El propietario paga lo que había ajustado con el trabajador, lo que cubría sus expectativas esa mañana (aunque por la tarde le pudiera un poco la avaricia), como para ir a trabajar todo el día a la viña. Muchas de las promesas que nos hace el mundo –mucho más el diablo-, no cumplen nunca nuestras expectativas. Prometen mucho y se quedan en aire, en vació, en nada, en soledad, rabia e indignación. Y al final de la jornada se conoce la bondad del propietario para con todos los que responden a su llamada. El final del pecado es la muerte, la muerte muerta que dirá la escritura.

A pesar de todo esto nos seguimos presentando voluntarios al mercado de esclavos. El esclavo podía ser manumitido y, en el caso del hombre lo ha sido por Cristo, redimido por Jesús con su vida, pasión y muerte y resurrección. Pero volvemos al mercado de esclavos a vendernos al mejor (o peor) postor. Como los vecinos de Siquén, que eran libres, deciden tener un rey para emular a los pueblos de alrededor y cambian el servir a Dios por servir a un rey humano, nosotros cambiamos la libertad de los hijos de Dios por el servicio al pecado o a nuestras pasiones…, y nos quedamos tan contentos.

Miremos a María, la mujer verdaderamente libre pues sólo hace lo que pasa por su corazón, corazón lleno de amor a Dios. Pidámosle a ella la verdadera libertad y no ser nuca esclavos, sino hijos: Hijos de Dios en Cristo.