En un sermón decía John Henry Newman, “Que cada uno de los que me escucháis se pregunte a sí mismo qué ha comprometido en la verdad de las promesas de Cristo”. Y añadía más adelante: “realmente asusta pensar que la mayoría de los que se llaman cristianos, harían exactamente lo mismo que hacen, ni mucho mejor ni mucho peor, si pensaran que el Cristianismo es pura fábula”.

En el evangelio de hoy se nos habla de la distancia que hay entre muchos que se creen cerca del Señor y Éste. En una de sus novelas, y con tono sarcástico, Mark Twain (que siempre fue muy escéptico en materia religiosa), habla de dos familias enfrentadas a muerte que asisten a un sermón sobre el amor de Dios. Al salir de la reunión comentan lo bien que ha hablado el predicador y discuten sobre la predestinación y temas semejantes para, pocos días después, enfrentarse a muerte y sin que nadie sepa el motivo. Esa caricatura de ciertos grupos evangélicos que él había conocido en las orillas del Mississippi, nos sirve para darnos cuenta de la distancia que puede haber entre lo que confiesan nuestros labios y lo que expresa nuestra vida.

Del Evangelio de hoy sorprende la dura recriminación que el Señor dirige a los que se pensaban amigos suyos: “No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados”. Con esas palabras Jesús nos recuerda la exigencia de su seguimiento. Una vez un teólogo, hablando de la Encarnación, señalaba que la primera disposición humana que Dios asume al hacerse hombre, para redimirlo, es la seriedad. Lo decía en el sentido de que la vida cristiana no es un añadido que se da a una existencia; algo de lo que fácilmente podemos prescindir o que simplemente añade color. Toda la vida cristiana consiste en reconocer que dependemos de Jesucristo. El camino de perfección conlleva que nuestros pensamientos, nuestros afectos, todo nuestro ser se vayan configurando cada vez más según su divino corazón. Quienes no conocen a Cristo son los que no se han adentrado en el amor de su Corazón.

El beato José Samsó, recientemente beatificado, tenía un lema que resumía toda su vida y que repetía con frecuencia: “Dios sobre todo”. Era el compendio de lo que él deseaba y para lo que vivía. Por eso cuando lo sacaron de la cárcel para fusilarlo quiso, antes de ser ejecutado, perdonar y abrazar a quienes iban a asesinarlo.

La segunda lectura de hoy nos habla de la corrección que a veces Dios nos impone. La carta a los Hebreos nos exhorta a acogerla con corazón agradecido. Dios reprende a quienes ama. Es también una invitación a no ser conformistas. Los santos leen, muchas veces, las contradicciones que experimentan como una oportunidad para la purificación. Por eso las reciben incluso con alegría. Gracias a ellas pueden disponer mejor su corazón para Dios y pueden unirse al Señor de una manera más pura e intensa.

El final del evangelio de hoy llama a la esperanza. Dice: “hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos”. Puede provocar, en primera instancia, cierta inquietud pero, meditándolo un poco, nos anima a confiar en el Señor y a caminar con rectitud de intención sin preocuparnos tanto por lo que aparece exteriormente y buscando, en cambio, amarle cada vez más.