La salud es uno de los bienes más preciados. No pocas veces oímos quien nos dice que la salud es lo principal. Siendo un bien, y muy grande, la salud no es un fin en sí mismo. Deseamos encontrarnos bien, con plenitud de facultades físicas y mentales, para otras cosas. Queremos la salud para poder practicar un deporte, trabajar, valernos por nosotros mismos, realizar un viaje,… En el evangelio de hoy se nos abre un nuevo horizonte al señalar, como de pasada, que la suegra de Pedro fue curada por el Señor y que, cuando la abandonó la fiebre, “levantándose en seguida, se puso a servirles”.

Al meditar esta escena me va venido a la mente la imagen de Juan Pablo II al final de su pontificado ya lleno de achaques, pero que seguía irradiando su confianza en el Señor; también la del Padre Damián, con el rostro desfigurado por la lepra después de muchos años dedicado a atender a los que nadie quería cerca de sí; la de tantos hombres y mujeres que en los últimos años de su vida están desgastados y no por dejadez sino porque se han entregado al trabajo y al servicio de los demás. Hay que cuidar la salud, pero esta se nos da para cumplir nuestra misión en el mundo.

El cristianismo no desprecia lo corporal. ¡Cómo va a hacerlo si Dios mismo quiso tener un cuerpo como el nuestro, semejante en todo a nosotros excepto en el pecado! Pero el cristianismo no es materialista. Trabajamos y nos fatigamos, sentimos en nuestro cuerpo la influencia de los fenómenos atmosféricos y experimentamos el cansancio, el dolor y la enfermedad. Hacemos lo posible para cuidarnos, pero sabiendo que todo debe ayudarnos a amar más a Dios y al prójimo. La suegra de Pedro actuó con agradecimiento y nos muestra como lo que Dios nos da encuentre su plena expresión cuando no nos lo guardamos para nosotros mismos sino que entendemos que está al servicio de algo más grande.

El evangelio de hoy nos lleva a preguntarnos por todo lo que Dios nos da y a querer ver nuestra vida, con todas sus circunstancias, dentro del plan divino. No siempre es fácil saber por qué nos suceden las cosas, especialmente si estas nos van mal. Tampoco nos resulta fácil aceptar las contrariedades. Pero muchas veces, cuando no tenemos ningún problema, tampoco nos paramos a pensar qué quiere Dios de nosotros, cómo hemos de orientar nuestra vida o por qué se nos han concedido ciertos dones. Hoy somos invitados a considerar nuestra vida en constante relación con Dios y a reconocer que, en la salud o en la enfermedad, nuestra vida se define fundamentalmente por nuestro vínculo con Él.

Por otra parte, el evangelio, nos muestra una vez más una de esas jornadas en las que el Señor parece inagotable. Ha venido a cumplir una misión salvadora y la lleva a cabo sin descanso. Así, contemplándolo a Él crece en nuestro corazón el deseo de darnos más y más. Estamos agradecidos por todo lo que Dios ha hecho y sigue haciendo por nosotros, y queremos que nuestra vida sea una ofrenda agradable. Es la caridad la que hace que nuestras acciones reflejen la bondad de Dios. Pidamos crecer en su amor, para que no caigamos en la esclavitud del egoísmo y toda nuestra existencia pueda estar a su servicio y al del prójimo.