Col 3,12-17; sal 150; Lc 6,27-38

Jesús está siempre ceñido al amor. Ama a tus enemigos, haz el bien a los que te odian, bendice a los que te maldicen, ora por los que te injurian. ¿No es ese programa una pura insensatez?, quizá para él no, pero para ti y para mí de cierto que sí. ¿Cómo podremos vivir de ese modo? Todo nos saldrá mal, siempre nos tomarán la tajada y saldremos insensatamente perdedores, por nuestra culpa, por nuestro empecinamiento. Que Jesús haga lo que quiera, lo que tiene concertado con su Padre y con el Espíritu, pero ¿tú y yo? ¿Quién me obliga a ser un perdedor en cada momento de mi vida?, ¿cómo lo resistiré, sin que casi de continuo salgan de mí perdigonadas que corten de raíz esos insensatos consejos? ¡Amad a los enemigos!, pero ¿quién dice semejante sandez? A los enemigos ni el agua, pues siempre estarán pensando en acabar conmigo. Señor, ¿no nos llevas a un mundo que está patas arriba?, ¿cómo voy a ser capaz de semejantes sinsorgadas? Yo lo que haré es mirar por mí y por los míos, pero a los otros, a ellos, que les den morcilla, pues, caso de que me dejara, siempre querrán quitarme lo que tengo y soy. ¡Tengo que defenderme a mí y a los míos!

Pero… oigo que una y otra vez me dices: ama a tus enemigos, haz el bien a los que te odian, bendice a los que te maldicen, ora por los que te injurian. Si al menos tuviera la certeza de que haciendo tales cosas la convivencia de la humanidad y de la creación entera fuera a mejor, pero no, por mucho que tú y yo, y unos cuantos seguidores alucinados de Jesús sigan esas prácticas, no parece que nada mejore. ¿Entonces, qué?, ¿para qué esa vida insensata y fuera de lo real? Mas Jesús insiste: ved que soy manso y humilde de corazón. Sí, claro, y así te fue, terminaron contigo dándote muerte infamante. Pero, Señor, veo que insistes y comienza a hacerse una luz en mi interior. ¿Y si tuvieras razón y ese fuera el camino que hemos de seguir? Al fin y al cabo, tú viviste una vida maravillosa, aunque terminara de aquella manera tan horripilante. Tú te acercaste a quienes te miraba pidiendo tu ternura y tu misericordia. Y ellos buscaron arrimarse a ti, sabiendo que encontrarían en ti una mirada que venía de lo alto. Encontraron en ti perdón por sus pecados. Tú les limpiaste el alma. Anda, vete y no peques más. Qué palabras tan asombrosas. Y el velo del templo se rasgó de arriba abajo en el momento de tu muerte, y pudimos contemplar tu corazón a través del pecho herido por la lanzada, y vimos que de él salía sangre y agua. Bañados por ese derrame de ternura, nuestra vida comenzó a ser distinta. Empezamos a comprender que es posible vivir como tú. Que es posible creer en ti, y hacerlo en la comunidad de tus seguidores, de los que tú eres nuestra cabeza y nosotros tu cuerpo. Comprendimos que, en tu Iglesia, vivimos en comunión contigo y con todos. Nos llenamos de alegría siguiendo tus pasos de amor. Quedamos sorprendidos de cómo tu Espíritu gritaba dentro de nosotros: Abba, Padre. Toda aquella manera de vivir que nos parecía tan insensata, nos resulta posible. Más aún, nos conviene como la única vida que merece la pena, aunque nos lleva a una estrecha cercanía con tu cruz. Porque es vida en Dios.