1Tm 1,1-2.12-14; Sal 15; Lc 6,39-42

Tuvo compasión de mí, porque no era creyente y no sabía lo que hacía. Buen y fiel cumplidor de todo lo requerido, pero no creía en Jesús. Ahí está el punto clave: le faltaba la fe. Jesús se le apareció en una visión cuando lleno de furores iba camino de Damasco. Se fió de él y le confirió su ministerio. Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano. Qué de cosas en tan pocas palabras. La fe se nos da porque él se fía de nosotros, y como resultado, por su gracia, nosotros confiamos en él. Éramos pecadores, mejor, somos pecadores, pero Dios tuvo compasión de nosotros, de mí y de ti. Su mirada de compasión, en Cristo y por Cristo, nos da la gracia de su amor, hace que confiemos en él por esa humilde fe que es la nuestra; nuestra, es verdad, pero que también procede de su gracia. Sin esa mirada, ¿podríamos creer? Porque se planta delante de nosotros podemos decir: ¿quién eres, Señor, dime quién eres? Siempre la mirada. El velo del templo se rasgó a la hora de nona, cuando Jesús moría en la cruz, y desde ese pecho herido Dios nos mira con ternura. El tierno amor que siente por el Hijo, traspasa su pecho herido para llegar a nosotros por medio de su Espíritu. Acción trinitaria que viniendo del Padre, a través del Hijo, nos llega por el Espíritu. La torrentera de amor que remueve las entrañas mismas de la Santísima Trinidad se allega a nosotros con esa mirada de compasión que nos justifica ante él, perdonándonos nuestros pecados y alcanzándonos la vida eterna. Así pues, gritaremos con el salmo: protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. Porque nosotros, también tú y yo, nos quedamos arrebujados de alegría en esa mirada compasiva. Mirada trinitaria que remueve nuestras entrañas recibiendo esa torrentera del amor del Padre, por el Hijo, en el Espíritu.

Es un derroche, ¿cómo, si no, podríamos entender la cruz?, ¿acaso como una venganza contra nosotros que se satisface en el sufrimiento del Hijo? La cruz es el acto supremo de amor. El modo más hermoso que Dios ha encontrado para, sin romper nuestra libertad, con la que fuimos creados, lograr que nosotros colaboremos en la salvación por la fe que nos justifica. Nos redime alcanzando así que encontremos en Jesús, el Cristo, al hombre perfecto al que imitar. Nuestra vida será una imitación de Cristo por medio del Espíritu que envía a su Iglesia para que el agua y la sangre se sacramenten en el bautismo y la eucaristía, acciones eclesiales donde las haya.

Cuando estamos, ¿habrá que decir cuando estemos?, embebidos en esa torrentera de amor que viene a nosotros y nos toma por dentro, no seremos ya un ciego que guía a otro ciego para que ambos caigan en el hoyo, pues será el Espíritu de Dios el que nos guíe. Cuando estemos embebidos en esa torrentera de amor, ya no veremos la mota en el ojo del hermano, sin fijarnos en la viga que atraviesa el nuestro. Porque toda nuestra vida habrá sido transformada. La nonada de la fe es el pequeño comienzo de nuestra recuperación de la imagen y la semejanza con la que fuimos creados. Una mirada a Jesús que nos atrae en su seguimiento y que provoca en nosotros la alegría de estar justificados del pecado y de la muerte. Una mirada a la cruz de Jesús.