No acepto que la salvación me venga por la carne”, me dijo hace poco un muchacho que creía en Jesucristo pero se sentía molesto por la Iglesia y por tener que recibir ayuda de otros. El orgullo nos hace pensar que sería mejor para nosotros, más conforme a nuestra dignidad, una relación directa con Dios, sin mediaciones de ninguna clase. Pero Naamán se cura obedeciendo a Eliseo, y sabemos, aunque no aparece en el fragmento de hoy, que le costó hacerlo. De manera semejante hay un leproso, de los diez que han sido curados, que vuelve a Jesús.

En ese personaje descubrimos al menos dos cosas. Nueve personajes continúan su camino hacia Jerusalén para presentarse a los sacerdotes. Tenían cierta fe porque de lo contrarío no habrían obedecido a Jesús. Pero anteponen su salud a la gloria de Dios. Por eso, aunque caen en la cuenta de que ya han sido curados, y por lo tanto presentarse ante la autoridad no es más que un formalismo para reintegrarse a la vida social, no dan la vuelta. No perciben lo esencial. La fe da muchas cosas, pero la esencial es nuestra vinculación con Dios. Podemos tratar con Él y amarlo. Hay para nosotros una enseñanza para que no perdamos de vista el centro de todo culto y de toda religiosidad: Jesucristo.

Por otra parte está el agradecimiento. Jesús dice que aquel hombre ha vuelto para “dar gloria a Dios”. Dice san Agustín: “Que mi alma te alabe para que te ame y que cante tus misericordias para que te alabe”. Es decir, para amar a Dios hay que alabarlo, pero la alabanza nace del reconocimiento de la grandeza de Dios y de su bondad para con nosotros. Por eso, para amar a Dios hemos de comenzar dándole gracias. El agradecimiento nace de darnos cuenta de los dones de Dios. Y en ese camino se culmina en el amor.

La falta de agradecimiento forma parte de lo que san Pablo, en la segunda lectura, llama “negar al Señor”. Es no reconocer sus favores y, por lo tanto, actuar como si no existiera. En el mismo sentido podemos entender su indicación de “hacer memoria”. En muchas ciudades hay monumentos y estatuas dedicadas a personajes importantes que hicieron algo a favor de la colectividad. San Pablo nos recuerda que toda nuestra vida depende de Jesucristo y que no podemos olvidarlo. Se refiere a Él como el “resucitado de entre los muertos”, indicando así la nueva vida que nos ha alcanzado. Al recordar lo que Cristo ha hecho por nosotros podemos entregar nuestra vida por Él. El ejemplo del apóstol es claro: soporta estar encadenado por el Evangelio. La experiencia del amor de Jesucristo le lleva a dos cosas: consagrar toda su vida a Él y desear que la salvación llegue a todos los hombres. Se desvela aquí otro aspecto de las palabras de Jesús en el evangelio: los bienes que recibimos se ordenan a manifestar la gloria de Dios. El cristiano agradecido hace de su vida un testimonio del amor de Dios y así atrae a otros hacia el Señor. Por eso la alegría de los cristianos sigue siendo un gran argumento para que otros se acerquen al Señor. Porque uno está contento cuando ha recibido un regalo, y ninguno es mayor que el amor de Dios, del que dice santo Tomás, es el primer don que Dios nos da.