Volvamos a escuchar las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy: “Al que hable contra el Hijo del hombre se le podrá perdonar, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará”. Juan Pablo II en la encíclica Dominum et Vivificantem escribió: “las podríamos llamar las palabras del no perdón”.

Sorprende esto porque el Catecismo enseña que “No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda personar. No hay nadie tan perverso y tan culpable, que no deba esperar con confianza su perdón siempre que su arrepentimiento sea sincero” (nº 982). Así pues, ¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable? ¿Cómo puede existir un pecado que escape a la divina misericordia?

Juan Pablo II respondió a esa pregunta. Escribió en la misma encíclica antes citada: “la blasfemia no consiste en ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la cruz”.

Jesús resucitado comunicó a sus apóstoles el poder perdonar los pecados. Unió esa capacidad a la recepción del Espíritu Santo. Es por ello que quien rechaza a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, rechaza de suyo el perdón. Van unidos. En el Credo también confesamos que creemos en la remisión de los pecados justo después de confesar nuestra fe en el Espíritu Santo.

Por tanto parece que este pecado imperdonable del que habla nuestro Señor se refiere a la negación de la remisión de los pecados. Es decir se peca contra el Espíritu Santo cuando renunciamos a ser perdonados. A esa posición se puede llegar desde dos posturas aparentemente opuestas, pero coincidentes en su letal efecto. Puede darse la blasfemia bien porque dudemos de la misericordia divina, lo que lleva a la desesperación, bien porque nos sintamos tan seguros de ella que abusemos cometiendo pecado tras pecado. Presunción y desesperación son contrarias a la auténtica esperanza y conducen a endurecer el corazón impidiendo la acción de la gracia.

El tema es muy serio. Porque podemos llegar a esa situación dando pequeños pasos y casi sin darnos cuenta. Si, por ejemplo, dejo de confesarme porque considero que mis pecados no son tan graves o, por el contrario, que no tengo remedio y por eso no vale la pena, poco a poco voy endureciéndome contra el Espíritu Santo. Y así pasa con tantas otras cosas.

Como el tema es importantísimo, y para que no parezca una opinión mía, acabaré citando el Catecismo. Dice en el número 1864: “No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo. Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna”.

Que la Virgen María nos ayude a confiar totalmente en el Amor de Dios.