Rm 8,26-30; Sal 12; Lc 13,22-30

Atiéndeme y respóndeme, Señor, Dios mío, para que no me duerma en la muerte, porque yo confío en tu misericordia. Podría dormirme en la muerte, sí, aunque fuera una dulce muerte, mostrando el momento en que todo termina. Una terminación quizá feliz, porque despecatados. Pero ¿eso es todo? Justificados del pecado por la gracia. Está bien, muy bien, pero ¿eso es todo? Porque en la cruz no solo, con la aportación de la nonada de nuestra fe, quedamos justificados de nuestros pecados, lo que es mucho y muy hermoso, pero es que, además, se nos da la vida eterna. Muertos con Cristo, resucitamos con él. De otro modo, ¿no sería demasiado poco?, al fin y al cabo todo terminaría, por más que fuera en un momento de sosegada felicidad. No podríamos cantar la felix culpa de la Noche de Pascua. Si me duermo en la muerte para no despertar, ¿entonces, qué?, mi enemigo, mi adversario, quien me gano la partida en aquello de la imagen y la semejanza, podría decir, finalmente: ¿ves?, al final te vencí, te he podido; la muerte es fruto del pecado, y al menos en esto, te gané. Pero, no, hemos sido predestinados a ser imágenes del Hijo, restaurando de este modo lo que en nosotros quedaba herrumbrado. Quien escudriña los corazones, sabe cual es el deseo del Espíritu: deseo de vida, de amor infatigable y que no acaba. Intercede por nosotros según Dios Padre, y esa intercesión lo es de amor, cuando el amor lleva a la vida. Resucitados con Cristo, vivimos para siempre. Regenerados, nuestra vida es ya desde ahora vida eterna.

Porque a los que amamos a Dios, nos sigue enseñando Pablo, todo nos sirve para el bien, y este bien es vida, vida eterna, no una simple, y hermosa renovación de las fachadas y de los interiores. Quiero la vida. Se me ofrece la vida. Vivo ya desde ahora en la vida eterna, pues la fuerza del Espíritu está dentro de mí. Él vive en mi interior una vida que es ya vida eterna. El sorprendente designio de Dios nos ha llamado; a los que escogió, los predestinó a ser imagen de su Hijo, con el objeto de lograr que fuera el primogénito de muchos hermanos. Hermanos para la vida, que, junto a él, viven ya la vida eterna. A los que nos predestinó, nos llamó por nuestro nombre, y a estos llamados, los justificó, y a los que justificó, los glorificó. No con una gloria pasajera, para ayudarnos a bien morir y desaparecer en el no ser, sino con una gloria definitiva que nos da ese ser en plenitud que él nos alcanza. Ser justificado de nuestros pecados, está muy bien, sin duda, pero es cosa poca, si nuestra gloria es, al final, perecedera.

¿Encontraremos demasiado estrecha la puerta de entrada en el Reino? ¿Quedaremos fuera y llamaremos a la puerta, y él nos replicará: No sé quiénes sois? ¿Qué acontecerá con nosotros si no entramos en el Reino de Dios? Por el servicio se nos da entrada a través de esa puerta estrecha. Somos débiles e incapaces, pero el Espíritu, lo hemos visto antes, viene en ayuda de nuestra debilidad. Él, en la cruz del Hijo, nos ofrenda un amor que lleva a la vida. Podemos cantar la alegría de ser salvados y redimidos. No quedaremos abandonados, sino que seremos recogidos por el Resucitado, y de igual manera que, por la gracia, le seguimos en la vida,  traspasando la muerte, iremos con él al lugar de la Gloria indeleble.