El ciego que pedía limosna a las puertas de Jericó, es imagen de muchos hombres. Cierto que todos los hombres somos “ignorantes y extraviados”, pero hoy, podemos entender la figura de ese hombre aplicada a los que estamos en la Iglesia.

Encontramos personas que acompañan a Jesús en su camino y mantienen una actividad a su lado. Lo acompañan a todas partes, se embeben de sus palabras e, incluso colaboran con él, como aparece en el evangelio de hoy al cumplir el mandato del Señor de llamar al ciego que gritaba, aunque otros obstaculizan el encuentro. Algunos podemos estar postrados, sin ver. La ceguera física es signo de la espiritual. Uno puede pasar por circunstancias muy difíciles en la fe, y entonces todo se vuelve oscuro a su alrededor. En esas circunstancias siempre es posible una oración como la del ciego que es un grito: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”. Benedicto XVI, en su segunda encíclica, hablaba de la oración y diecía: “Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme, Él puede ayudarme”.

El ciego grita, y su voz es poderosa. Nosotros también, hemos de aprender a reconocer por dónde pasa Dios, en qué lugares se muestra su acción, y acercarnos a ellos. Frente al peligro de que se enfríe nuestra fe o se debilite, hemos de buscar los sitios en que la Iglesia esta viva, dónde hay personas enamoradas de Jesucristo y transformadas por Él, porque allí encontraremos más fácilmente al Señor. La petición del ciego parte también de la humildad y del reconocimiento de su limitación. Se conformaba, hasta ese día con las limosnas que le daban, pero él deseaba más. Sólo Jesucristo podía responder a su necesidad, cuya satisfacción escapaba a las posibilidades humanas.

Lo que hace es pequeño comparado con lo que va a pedir: recuperar la vista, pero él pone todo su empeño en ello. Dios espera eso de nosotros, que hagamos lo que está en nuestras manos, que nos comprometamos y nos tomemos en serio la vida. Esa misma decisión es la que lleva al ciego a pedir lo que verdaderamente necesita; quiere ver. No le pide al Señor otras cosas: ni una gran limosna o que influya para que alguien le cuide. También nosotros hemos de aprender a pedir lo que verdaderamente necesitamos: fe, capacidad de perdonar, paciencia, generosidad…, porque son esas cosas las que dan sentido a nuestra vida. Las otras, comparables a la limosna que recaudaba el ciego, sólo nos permiten ir pasando (viviendo y malviviendo).

Cuando recupera la vista, dice el evangelio, “lo siguió glorificando a Dios”. Las gracias que Dios nos concede están para ponerlas a su servicio. Todo crecimiento espiritual comporta un compromiso mayor de servicio a Dios, a la Iglesia y al prójimo.

Cuando vemos a otros ciegos, que quizás no han descubierto la oración, también debemos pedir. San Agustín lo ve como una señal de amor: “Amad al Señor. Amad como amaba con un amor inmenso aquel que hizo llegar a Jesús su grito…. Si aquel ciego deseó la luz física, mucho más debéis desear vosotros la luz del corazón. Elevemos a él nuestro grito no tanto con la voz física como con un recto comportamiento”.