Isaías 26, 1-6

Sal 117, 1 y 8-9. 19-21. 25-27a

Mateo 7, 21. 24-27

 

¡Sí!, ha pasado el tiempo, pero aún aborrezco los chistes sobre las torres gemelas; no sé cómo se sentirán quienes los “producen”, pero a mí aquello todavía me duele, y mucho; por eso, las gracietas al respecto me provocan sufrimiento en lugar de risa. Algo hay dentro de mí que prefiere no pensar en aquello, hacer como si no hubiera sucedido; pero, a la vez, siento que Dios me invita a mantener los ojos abiertos, a no retirar la mirada, a no alejarme del espanto de la Cruz.

La Palabra de Dios ha vuelto a llevarme a la “zona cero”, y sería yo un cobarde si rehuyese acompañarla. Aunque aún me duela, tengo que abrir los ojos; quizá no he aprendido lo suficiente, no he hecho suficiente penitencia, no he llorado suficiente.

“Doblegó a los habitantes de la altura y a la ciudad elevada; la humilló, la humilló hasta el suelo, la arrojó al polvo”“Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente”. Eran el símbolo de todo lo que cae, de todo aquello que está cimentado en los hombres. Torres altísimas, majestuosas, carísimas, llenas de movimiento y agitación, médula espinal de cuanto a los hombres les parece “importante”… Y se cae; lo tiran; lo reducen a polvo. Ya se me han caído muchas. He confiado en mí mismo; he soñado proyectos ambiciosos y he dibujado en el aire planos de majestuosas “empresas humanas”; he imaginado mil veces mi vida como imagina el arquitecto su obra… Y se me ha caído mil veces, porque no he aprendido suficiente; todavía me duele. He confiado en los hombres, me he querido apoyar en ellos y con ellos he soñado palacios que perdurasen… Y un seco y sucio hachazo los ha talado desde la base como se tala un árbol hasta el tocón. Sí; todavía me duele, y mucho.