Isaías 29. 17-24

Sal 26, 1. 4. 13-14

Mateo 9, 27-31

 

Si no estamos ciegos, las lecturas de hoy no van con nosotros. ¿Cómo alegrarnos de que venga Jesús a devolver la vista a quienes la han perdido, si vemos correctamente, dioptría más, dioptría menos?

Suponed que a un ciego de nacimiento, en nombre de una falsa piedad, sus parientes y amigos se empeñasen en ocultarle su enfermedad y le hiciesen creer que nada existe fuera de lo que él toca, huele, u oye. La llegada a su pueblo de un oculista no le diría absolutamente nada; él no se siente enfermo, y no necesita curación. En pocas palabras: al drama de la enfermedad se le habría sumado el drama -más terrible aún- de la ignorancia, la ceguera de espíritu ocasionada culpablemente en nombre de una “buena intención”.

Traigo a colación esta pequeña “parábola”, porque alguien ha hecho con nosotros lo mismo. El hombre de hoy desea llenar sus ojos de imágenes, y se atiborra de televisión, de cine, de espectáculos… No quiere darse cuenta de que nada le sacia, y no echa de menos la verdadera luz porque no conoce su ceguera. Nadie le ha dicho que, detrás sus tinieblas, brilla una luz, y que es esa luz que no ve la que hace que sus ojos le duelan de hambre.