Samuel 1, 9-20

IS 2, 1. 4-5. 6-7. 8abcd 

san Marcos 1, 21-28

La Palabra de Dios es eficaz, y origina aquello que pronuncia. “Que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido”… No se trataba de un “que te recuperes” cualquiera, sino de las Palabras que Yahweh, por boca de su sacerdote, Elí, pronunciaba sobre Ana. Seis líneas más adelante, “Ana concibió”.

“¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen”. Y cuando los hombres, acostumbrados a la palabrería inútil del “que te recuperes”, contemplaron en medio de ellos a la Palabra hecha carne…

Cuando escucharon frases dichas con tal fuerza, que no sólo la Creación irracional, sino hasta los espíritus inmundos se doblegaban ante el sonido de su voz, “se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad”.

La autoridad de Cristo es asombrosa; es asombrosa la docilidad con que le obedecen las aguas, las piedras, los ángeles, y – a la fuerza – lo demonios… Pero aún te diré algo que me asombra más: la desobediencia del hombre, el hecho de que el ser humano pueda decir “no” cuando toda la Creación dice “sí”, y la constatación de que ese “no” es pronunciado cada día por mí y por tantos otros. Si estamos pidiendo esta semana, en la oración colecta de la misa, “luz para conocer tu voluntad, y la fuerza necesaria para cumplirla”, es porque, aún conociendo lo que Dios quiere, Él nos ha otorgado la terrible y maravillosa facultad de decir “no”. Me he preguntado por qué, y la respuesta que obtengo es siempre la misma: Dios no quiere del hombre un “sí” como el de las piedras, ni como el de los espíritus encadenados. Dios, que está enamorado del ser humano, quiere de cada persona un sí libre, rendido, amoroso; un “sí” como el de María. Y, para poder entregarle a Dios ese “sí”, es preciso poder decir “no”.