1Sam 9, 1-4. 17-19. 10, 1a; Sal 20; Mc 2, 13-17

Aunque estuvo muy de moda años ha, todavía a muchos les encandila el signo de rezar el Padrenuestro cogiditos de la mano. Siendo joven, participé en algunas Eucaristías en que aquél era el momento cumbre. Confieso que siempre procuraba sentarme entre dos jóvenes guapas. Era más agradable gozar del tacto de aquellas manos que del apretón sudoroso de mi amigo el gordo, que se lavaba las manos una vez al mes. Los participantes formábamos una circunferencia sin radios, un perímetro “manicogido” que incluía, también, al sacerdote -a quien le sudaban las manos horriblemente; yo nunca me ponía a su lado-. El Señor estaba en el altar, pero nadie parecía hacerle caso. Llegado el momento de la paz, nos besábamos a diestro y siniestro. Yo -¡Y los demás!- era muy selectivo: comenzaba por mis dos acompañantes… Y luego esquivaba lo que podía.

Pero, en aquel revoltijo de sonoros ósculos y paseos por la capilla, el Señor seguía solo… Lo llamábamos “hacer comunidad”. Esa forma de unidad era frágil. Del mismo modo que no era lo mismo, para mí, tomar las manos de dos jóvenes guapas que besar a mi amigo el gordo, no me resulta igual de fácil amar a mi madre que amar a quien me ha hecho daño. Si lo que me une a los demás son las manos, nadie puede reprocharme que elija. Hay personas que atraen mi corazón como si tuvieran un imán, y hay otras que lo repelen como si se hubieran perfumado con amoniaco. “Hacer comunidad” era resaltar un perímetro… Pero ese perímetro es tan débil como caprichoso es el corazón humano, y está destinado a romperse como yo estoy destinado a morirme.

Vamos ahora con un milagro: ¿cómo fue posible que Mateo, un publicano odiado por cualquier judío piadoso; Juan, un hebreo que era todo finura; y Simón, un pescador rudo y de mala leche, se convirtieran en hermanos?. Aquellos hombres jamás se hubieran unido, ni siquiera para comer… ¿Qué ocurrió?

“Sígueme”… ¡Nos habíamos olvidado del centro, como nos olvidábamos, en aquellas eucaristías, del altar! “Sígueme”, le dijo Cristo a Mateo… y a Juan… y a Simón. Llamada tras llamada, fue formando los radios de una nueva circunferencia. Cuando quisieron darse cuenta, aquellos doce hombres estaban fuertemente unidos, y no por unas manos sudorosas, sino porque los doce seguían al mismo Maestro. Sus brazos no formaban el perímetro, sino los radios. Aprendieron a amar a Jesús; después, se descubrieron amándose unos a otros…

“El Señor te unge como jefe de su heredad”… ¡Él nos hace uno! Mientras sigamos mirándonos unos a otros -aunque pongamos a Jesús como excusa- jamás se realizará la verdadera unidad. Cuando todos fijemos los ojos en Cristo, cuando el altar sea el centro, y el signo de la paz sea un gesto humilde que no aparte la atención de Jesús Hostia…

¡Ese día los hijos de Dios y de María seremos uno!