Isaías 8, 23b-9, 3

Sal 26, 1. 4. 13-14

ICorintios 1, 10-13. 17

Mateo 4, 12-23

En una ocasión un hombre fue a un hospital a ver a su amigo gravemente enfermo. Tenía cáncer, y casi ya agonizaba. El hombre le dijo al enfermo: “¡Venga, ten ánimo!”. Con una sonrisa un tanto compasiva le contestó el amigo:”Más bien deberías pedirme que tuviera más fe”. Efectivamente, pocas cosas se pueden resolver con buenas intenciones, sobre todo cuando la confianza la ponemos solamente en la psicología humana. Hay acontecimientos que sólo se entienden desde Dios… o no se entienden. Situaciones en las que, por ejemplo, un matrimonio considera que su relación se ha enfriado, o que ya no es lo de antes, provienen, en su gran parte, de consideraciones en las que las razones argüidas se convierten en algo irracional. Transformar el comportamiento de lo que todos tienen que hacer en un asunto de “mayorías” es despreciar el papel que Dios tiene en todo ser humano.

“Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo: poneos de acuerdo y no andéis divididos”. Esta petición del Apóstol San Pablo hace que las consideraciones razonables pasen por el filtro de lo divino. Por mucho que los hombres se pongan de acuerdo, o alcancen consensos multitudinarios, resulta tan frágil como lo es la promesa de cualquiera de nosotros… en cualquier momento se la lleva el viento. Por eso apela Pablo al nombre de Cristo. La vida de Jesús no sólo está avalada por su predicación o sus milagros, sino que está sellada con su muerte en la Cruz: “Anunciar el Evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo”, dirá hoy el mismo apóstol. Aquellos que piden razones para creer, olvidan el lenguaje de la entrega y de la renuncia personales que se abrazan únicamente en el “escándalo” o la “necedad” de la Cruz. Por este motivo, el cristianismo siempre será signo de contradicción ante un mundo que sólo en el poder, o en un supuesto progreso humano (abortos, guerras, ideologías…), encuentran razones.

Me quedo con San Juan Bautista. Llegado el momento “se quita de en medio”. Había predicado un bautismo de conversión, fue duro con los adversarios de Dios, e incluso tuvo algunos seguidores. Pero, una vez cumplida su misión, no tuvo reparos en asegurar: “Conviene que Él crezca y que yo mengüe”. Esto no es un impulso irracional, sino que es fruto de la fe, y del convencimiento de que sólo Dios dispone de nuestra existencia. También se llama humildad, que es saber cuál es nuestro sitio y el de Dios. Lo fascinante, por otra parte, es observar, tal y como nos muestra el Evangelio de hoy, a Cristo asumir el discurso del Bautista: “Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos”. Incluso los mismos discípulos de San Juan siguieron a Jesús. Supieron reconocer en las palabras de Isaías al Salvador del mundo: “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”.

¿Razones? Aquellos que piden la demostración de la existencia de Dios como si de una fórmula matemática se tratara, ni siquiera creen en sí mismos, porque siempre habrá una petición de principio indemostrable. Y el que se lo toma así acabará, tarde o temprano, desesperado o frustrado… o, ¿no lo llaman ahora depresión?

La humildad de la Virgen María nos ha de llevar al reconocimiento de nuestra propia condición… “¡Madre mía, auméntanos la fe!”.