IISamuel 7, 18-19. 24-29

Sal 131, 1-2. 3-5. 11. 12. 13-14 

San Marcos 4, 21-25

El otro día fui a cenar a casa de unos buenos amigos. A la salida la mujer de uno de ellos se fijó en un felpudo de uno de los vecinos, el típico felpudo marrón, seguramente con las palabras “Bienvenido” o más internacionalmente “Wellcome”. Un felpudo es acogedor, indica que una casa recibe visitas, que te dan la bienvenida al llegar y que desean que estés cómodo el tiempo en que te acojan. Todo eso diría ese felpudo si no llega a ser por un pequeño detalle: una cadena sujetaba el felpudo al interior de la vivienda para impedir que nadie se lo llevase. No sé cuántos felpudos habría comprado ya ese vecino pero por la dichosa cadenita se convertía, en vez de un signo de bienvenida, en un insulto, el “Welcome” se trasformaba en “Serás chorizo, ladronzuelo, amante de lo ajeno”. Daba la impresión de que si llamases a ese timbre te encontrarías con un arco detector de metales por si se te ocurría llevarte una cucharilla al salir.

¿Se pone un felpudo para insultar al visitante?; “¿Se trae un candil para meterlo debajo del celemín o debajo de la cama?”. Muchos cristianos parecen querer ocultar su condición de creyentes, ocultan su fe bajo una capa de “mundanidad” que hace que la luz de la fe no brille para los demás. Después, en privado, viven la fe con mayor o menor intensidad. Si en el trabajo sale la conversación sobre la Misa de los domingos se guarda silencio o se niega, como si fuera vergonzante que uno practica su fe. Cuando se habla de los hijos parece que todo el mundo está a favor de la parejita y como un exceso de generosidad, si se critica al Papa, a un Obispo o a los sacerdotes se aumenta la carnaza y se hace el chiste facilón o la grosería pertinente (o impertinente). Luego, esa misma persona, cuando vuelva a casa saludará a su mujer, a sus cuatro hijos e irá a dar catequesis a la parroquia. Parece que nos avergonzamos a veces de nuestra fe, como si fuera mérito nuestro el don recibido, no decimos a nuestro Dios como dijo David “¿Quién soy yo, mi Señor, y qué es mi familia, para qué me hayas hecho llegar hasta aquí?” y, agradecidos del regalo de la fe deberíamos mostrarlo a todos, no esconderlo ni ocultarlo.

Deja que se avergüencen los descreídos, los que no reconocen a Dios como Padre, los que van a trabajar solamente por el dinero sin ofrecer el trabajo a su Señor y colaborar con la redención, que no presuman los que son incapaces de dar la vida por los demás pues no conocen ni quieren conocer a Cristo.

No les juzgues, pero no te sientas en inferioridad de condiciones, no quieras ocultar tu fe pues, si de algo has de presumir, es de ser y vivir como hijo de Dios. María no se avergonzó de su Hijo ni cuando desnudo pendía de una cruz como criminal y blasfemo y por eso sigue iluminando a toda la humanidad. Toma su ejemplo y decídete a ser luz.