2Sam 15,13-14.30; 16,5.13a; Sal 3; Mc 5,1-20

 

Porque un hijo de mis entrañas busca matarme; dejadle que me maldiga. Quizá, el Señor, así, se fije en mi humillación y me pague con bendiciones las maldiciones de hoy. Tenía autoridad, y por eso fueron los suyos a por él; el propio Absalón, el hijo de sus entrañas. ¿En qué ha quedado aquel poderío con el que hablaba y actuaba? Ahora son innumerables sus enemigos que se abalanzan contra él. Ha perdido toda autoridad. Cuántos son los que piensan con razón que Dios no le protege. Aquella, pues, era pura filfa, fruto del espejismo de un momento. Ahora, todos le persiguen para llevarlo a la cruz. Su autoridad estará en lo alto del madero en donde ha sido clavado.

¿Qué ha pasado para que hoy las cosas sean así? Su palabra ya no vale. Todos se ríen de él. ¿No era tan fuerte, y Dios estaba con él? Pues que baje de la cruz. Bajará, bajará, tendréis razón, pero el descenso será el de un cadáver, de alguien que ha exhalado su vida, y unos pocos amigos, entre los que está su madre y el joven discípulo al que Jesús tanto quería, desde ahora, por boca del propio Jesús muriente, madre e hijo. ¿Dónde quedó su autoridad?, ¿cómo la vieron en la sinagoga de Cafarnaún?, ¿no fue un mero espejismo? Porque su palabra ya no tiene ninguna autoridad. David huye monte arriba con unos pocos fieles. Jesús no quiso escapar, y murió clavado en la cruz con un ínfimo grupo de amigos que recogieron su cuerpo muerto.

Levántate, Señor, sálvame.

Y los espíritus inmundos que nos poseen, ¿qué dicen? Era la otra opción de Jesús como nos lo muestra el evangelio de Marcos. Día y noche estamos gritando en los sepulcros y en los montes, pues nos dominan desde que nos creímos aquello del seréis como dioses. Pero enfrentados a Jesús, cuando se nos acerca, de pronto comprendemos que tiene autoridad sobre ellos. Con nosotros la perdió, porque no sabemos quién es, pero los espíritus inmundos lo saben muy bien. Saben que es su enemigo mortal. Saben que si él permanece junto a nosotros, la batalla la tiene ganada. Espíritus inmundos, salid de este hombre. Y atropelladamente salen de él. Mas ¿dónde irán?, ¿no se quedarán cerca para, en cuanto la ocasión se presente, volver sobre nosotros con mayor fuerza que antes? Y, entonces, ¿dónde estaría la autoridad de Jesús? Perdida la de su palabra, malograría, igualmente, la de sus acción curadora. Así, el fracaso de Jesús se parecería al de David.

Pero no, la autoridad de Jesús sobre los espíritus inmundos es decisiva, inconmensurable, porque no entra en juego nuestra libertad —que puede negar la Palabra, y lo hace—, sino la libertad de Dios. Es maravilloso ver cómo esos espíritus inmundos saliendo de nosotros se meten en los cerdos —no podemos olvidar que estos eran los animales más despreciables de todos para los judíos—, y la piara entera se abalanza acantilado abajo para ahogarse. Las cosas están bien claras. El seréis como dioses se incrusta en los animales impuros y se ahoga con ellos. De esta manera, la presencia de Jesús queda abierta a que su palabra la volvamos a ver como autoridad, porque el abalanzarse en las aguas de los animales impuros nos deja abiertos a descender en las frescas aguas del bautismo, de modo que nuestros oídos, toda la carne que somos, se abra a la sangre y el agua que salen del costado de Cristo muerto, clavado en la cruz.