2Re 8,22-23.27.30:Sal 83; Mc 7,1-13

Es hermosa la oración de Salomón al dedicar el templo al Señor, cuando los sacerdotes salieron del Santo y la nube llenó el templo. La nube de la gloria de Dios, lo que hace que las moradas del Señor sean tan deseables. Pero algo ha acontecido, pues ahora el único templo es el mismo Cristo, y él es también el único sacrificio. No podemos agarrarnos a purificaciones que son de mera externalidad, restregando bien nuestras manos, como hacían nuestros mayores los israelitas. Es claro, y la discusión continua de Jesús con los fariseos lo deja claro. Todo el AT señala a Cristo. Cada palabra, cada frase, cada personaje hablaba de él. Pues en él se cumple la alianza que, por él, por la novedad de lo que en él se nos ofrece, ya no es sino antigua alianza. En él se nos da la nueva alianza. No vale restregarse las manos para purificarlas. Lo que hacen los discípulos, como les acusan fariseos y escribas, ¿incurre en falta contra la santidad de Dios? Jesús se muestra intransigente con ese pensar, tanto con palabras como con haceres. Polemizando con ellos brutalmente. Dos son las razones. La hipocresía bestial que en ellos se da, pues se quedan en el mero lavar y restregar, aunque sus corazones emponzoñados sean capaces de, por el arte mágico de algunas palabras, abandonar a la pobreza de un modo brutalmente egoísta al padre y a la madre. Y nos recuerda las durísimas palabras del profeta Isaías: su corazón está vacío, lejos del Señor, enseñando doctrinas que son preceptos humanos.

¿Cuáles son las moradas del Señor, tan deseables? El templo no es ya el lugar del Santísimo, pues ha sido transferido a la persona de Cristo. Y no hace falta esperar a la destrucción del templo de Herodes el Grande para caer en cuenta de ello, como fariseos y cristianos comprobaron de modo tan tajante a partir del año 70 d.C. Unos y otros, tras la destrucción del lugar del culto a Dios, donde se realizaban los sacrificios, tomaron dos caminos divergentes por demás. Ellos siguen siendo herederos del antiguo Israel, el pueblo de la alianza con el Señor, la cual, por más que antigua, no ha caducado (Rom 9-11 nos lo enseña de manera misteriosa).

¿Deberemos decir que el discurso escatológico de Jesús a la vista del grandioso templo el día primero de la semana de pasión, es pura reescritura de un evangelista que  ha visto con sus propios ojos la destrucción de Jerusalén y su templo? Afirmarlo así olvida dos cosas: que en Jesús se da la novedad del nuevo templo y del nuevo sacrificio. Él lo sabía, y en ningún momento dejó de proclamarlo con su palabra y con sus haceres. La cruz es el momento decisivo de esa transformación esencial en la alianza de Dios, primero con el pueblo elegido, luego, en Cristo Jesús, en todos los hombres, y, finalmente, cuando la historia se haya completado, en el pueblo judío. La segunda cosa que olvida es que Pablo vivió y murió antes de la hecatombe de Jerusalén y de su templo, y en él se nos hace clara la visión de Jesús como quien, con la autoridad de Dios, es su justicia para los que creen en él, y deben saltarse a la torera la teología sacrificial del mismo Pablo, en la que Jesús muere en la cruz por nuestros pecados. Con la muerte de Jesús y cuando este se aparece a Pablo, camino de Damasco, ya las cosas están claras.