san Pedro 5, 1-4

Sal 22, 1-3. 4. 5. 6 

san Mateo 16, 13-19

La primera lectura de la Misa de hoy empieza diciéndonos: “a los presbíteros en esa comunidad”, por lo tanto todo parece indicar que el apóstol San Pedro, de cuya carta toma el capítulo 5 para este sábado día 22 (Cátedra del Apóstol San Pedro), se va a dirigir a los sacerdotes y que, por tanto, esta primera lectura poco va a decir a los laicos que están escuchando la palabra de Dios, hoy en Misa, o como ahora, poco añadirá a los que no son sacerdotes y están leyendo esta primera carta al encontrarse con estos comentarios delante de Internet.

Sin embargo, y ésta va a ser la consecuencia que saquemos hoy, todo lo que dice el Espíritu Santo a través de la Sagrada Escritura es para todos los fieles de la Iglesia católica y, aún más -así lo anuncian los ángeles a los pastores en Belén- “para todos los hombres de buena voluntad”. Dios nunca habla de balde para alguien, porque aunque es cierto que a veces ha hablado a una persona o a otra, a un fundador de una orden, a una niña, como a Sor Lucía en Fátima (desde el día 13 de febrero en el cielo con su amiga la Virgen), al final, o mejor dicho, desde el principio, el Señor más bien se vale de personas y personas santas para que trasmitan a todos los hombres lo que él quiere en un momento determinado de la historia, pero en realidad es, como sabemos, para todos los hombres. El Evangelio con sus doce apóstoles sería la prueba más clara de lo que decimos.

Es bueno recordar que todo aquello que nos haga bien debemos aplicarlo a nuestra vida, y todo aquello que notamos que nos aparta de Dios y de los demás, debemos aherrojarlo muy lejos de nuestro corazón.

Por ejemplo, si uno pasa por Ávila, solo o con la familia, o con unos amigos, y va a ver el convento de las Carmelitas, la Encarnación, donde iniciara Santa Teresa de Jesús las fundaciones que Dios le mandaba para el bien de las almas, y, a la vista de las actuales monjas que allí se retiran “de por vida”, podría empezar a pensar en su propia vida -que nada tiene que ver con la de ellas-. También podríamos reflexionar que en nuestra vida hay mucho ajetreo, y que, a veces, ni confesar o comulgar con devoción nos es posible porque “no tengo tiempo”; ni atender en Misa porque es un mirar continuo el reloj porque “son tan importantes y acuciantes” las cosas que nos esperan a la salida; que llevamos una vida que ni si quiera apenas podemos ver a los hijos, al esposo a la esposa; y, peor aún, que esto nos está llevando a un stress, a un mal humor, a una ansiedad que le parece que le va a llevar a enfermar.

Así pues, delante del convento de la Encarnación de Ávila, uno cae en la cuenta de que en el siglo XXI, en el mismo siglo que vivimos todos, ese puñado de mujeres (conviene llamar a las monjas de vez en cuando “mujeres” que eso son, porque si no, podemos situarlas como en otra especie dentro de la creación, como los ángeles por ejemplo, que aunque ciertamente son unos “ángeles” para el mundo, lo son en sentido metafórico, en realidad son mujeres de hoy, con cabeza, con corazón, con sentimientos) lo único que les importa es “la contemplación” de Dios: tener los ojos sólo en Dios -“solo Dios basta” que decía precisamente Santa Teresa- en rezar por la salvación de todos los hombres y en Cristo en la Eucaristía, y en su Madre la Virgen.

Realmente, aunque uno no tenga vocación monástica ni de carmelita descalza, ni de meterse en un convento a rezar vísperas y maitines (o sí) , de pronto, aquello que no está hecho para esa persona, resulta que Dios le habla a través de esas monjas, a las que por cierto, ni si quiera ha visto, porque son de clausura.