Comentario Pastoral
EL AMOR A LOS ENEMIGOS

El amor cristiano no es la sola unión de los esposos, ni el ardor de los amantes, ni el acuerdo de los amigos, ni la predilección de los prójimos, sino el amor total que llega incluso a poder amar a los enemigos. Es un amor que no se queda en la dulce y confortable efusión del corazón, ni se reduce a un intercambio de beneficios, sino que se convierte en don y abandono total, rompiendo las coordenadas lógicas de los comportamientos humanos.

El amor cristiano no es un simple afecto, porque si lo fuera no podría ser objeto de un mandamiento, ya que no se puede tener afecto verdadero por obediencia. El amor que es objeto del mayor mandamiento de la ley nueva no pertenece al mero reino de la sensibilidad, sino al de la voluntad. No es simple sentimiento, sino virtud.

El odio siempre empequeñece, porque aísla, reduce y endurece los límites; mientras que el amor engrandece y abre horizontes. El límite del amor cristiano no es el “yo”, sino “los demás”, no son sólo los amigos, sino incluso los enemigos. No es una resta, sino una multiplicación. Es un amor infinito, que no se queda en las consideraciones de la justicia. Porque la justicia devuelve ojo por ojo y diente por diente y mal por mal, a fin de obtener un equilibrio e impedir que el desorden lo arrolle todo; mientras que el amor perfecto que nos pide Cristo paga el bien con el bien y el mal con el bien.

Es fácil amar a los prójimos y tener compasión con los que pasan hambre y estar abierto al desconocido que pasa a nuestro lado o vive lejos, pero que nos va a importunar solamente un momento. Pero existe un hombre más difícil de amar que el pobre y el extranjero: es el enemigo que hace daño, ataca y escarnece. Amarlo es exponerse al ridículo, a la ruina, incluso a la muerte. Quien es capaz de este amor se acerca a la perfección del “Padre que está en el cielo y hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos”. Es, en verdad, un amor difícil y arriesgado, que exige un gran dominio de los sentimientos. Es un fuego purificador y un sacrificio, que en vez de causar la muerte, insufla una vida nueva, plena de gozo, que nadie puede arrebatar. Los cristianos podemos hacer realidad lo que parece utopía.

Andrés Pardo

 

 

Palabra de Dios:

Levítico 19, 1-2.17-18 Sal 102,1-2.3-4.8 y 10. 12-13
san Pablo a los Corintios 3, 16-23 san Mateo 5, 38-48

Comprender la Palabra

El contexto del Libro del Levítico es la ley de santidad (Lev 17-26). Lo esencial se remonta al final de la época monárquica, y representa las tradiciones del Templo de Jerusalén, entretejidas todas por la repetida afirmación: porque yo soy santo. Las prescripciones que se recogen en el capítulo 19, del que está tomada la primera lectura de este domingo, atañen a todo el Pueblo de Dios. La santidad en la Escritura tiene un sentido más amplio que el uso que se hace en teología y en la espiritualidad. La santidad de Dios queda esclarecida cuando se realiza su proyecto. Y siempre tiene un sentido comunitario con consecuencias para la vida cotidiana y para la vida cultual. La santidad es uno de los atributos esenciales del Dios de Israel.

Pablo quiere reafirmar la unidad de la Iglesia amenazada seriamente en Corinto. La comunidad cristiana, Cuerpo de Cristo (1 Cor 12; Rm 12), es el verdadero templo donde habita la gloria de Dios y donde es colocada la nueva alianza. Todos los fieles constituyen el templo de Dios: son santos desde la regeneración bautismal, poseen el espíritu que garantiza la comunión. Ante la división que produce en la comunidad cristiana el seguimiento de uno u otro apóstol o discípulo, (Pedro, Pablo o Apolo), el apóstol reafirma que hay un solo Señor, Cristo Jesús, porque solo Él ha dado la vida generosamente para conseguir la salvación de todos. En definitiva, todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios.

El texto evangélico sigue haciendo referencia a las antítesis que ya veíamos el domingo anterior. En la realización de este programa es necesaria la astucia y la sencillez. No pueden separarse, porque el creyente vive inmerso en este mundo en el que es necesaria la astucia, la prudencia y la inteligencia; pero a la vez, es necesaria la sencillez con que el propio Jesús actuaba, que es una virtud evangélica y no una debilidad humana; lo mismo que la astucia a que se refiere es una virtud evangélica y don del Espíritu.

Al igual que Dios, Padre universal, compasivo y misericordioso, distribuye por igual sol y lluvia a los que lo aman y a los que lo desprecian; así nosotros, imitando la actitud de Jesús, Hijo de Dios, no debemos poner fronteras a la misericordia. Dios es misericordioso y manifiesta su poder en el perdón y en la misericordia. El mandato del amor a todos, incluidos los enemigos, nos sitúa en el plan de Dios Creador. Por eso puede comprender que prójimos son todos los hombres sin distinción, como el Padre no hace distinción de personas.

Ángel Fontcuberta

 

al ritmo de las celebraciones


La Cuaresma (I)

«El tiempo de Cuaresma está ordenado a la preparación de la celebración de la Pascua: la liturgia cuaresmal prepara para la celebración del misterio pascual tanto a los catecúmenos, haciéndolos pasar por diversos grados de la iniciación cristiana, como a los fieles que recuerdan el bautismo y hacen penitencia. El tiempo de Cuaresma va desde el Miércoles de Ceniza hasta la Misa de la Cena del Señor, inclusive. Desde el comienzo de la Cuaresma hasta la Vigilia Pascual no se dice Aleluya» (N.U., 27 y 28).

La celebración anual de la Cuaresma es un tiempo favorable, durante el cual se asciende a la santa montaña de Pascua. En efecto, el tiempo de Cuaresma, con su doble carácter, prepara tanto a los catecúmenos como a los fieles en orden a la celebración del misterio pascual. Los catecúmenos se encaminan hacia los sacramentos de la iniciación cristiana, tanto por la «elección» y los «escrutinios» como por la catequesis; los fieles, en cambio, dedicándose con más asiduidad a escuchar la palabra de Dios y la oración, y mediante la penitencia, se preparan a renovar sus promesas bautismales (cf. C.E., 249).

Son tan ricos y característicos los textos de de este tiempo que prepara a la Pascua que difícilmente pueden sustituirse por otros. Lo importante es musicalizarlos debidamente o saber escoger los cantos más acertados. Merecen especial atención los días clave, los domingos, pero también los viernes de Cuaresma y el miércoles de Ceniza con que se abre. No se deben usar música instrumental durante las celebraciones litúrgicas, si no es para sostener el canto. Tampoco se ponen flores ni macetas en las iglesias. Tanto la música como las flores se permiten el IV domingo («Laetare»), en las solemnidades y fiestas. El canto de entrada ha de hacer captar, desde el principio de la Misa, que estamos en domingo cuaresmal.

 


Ángel Fontcuberta

 

Para la Semana

Lunes 24:
Santiago 3,13-18. Si tenéis el corazón amargado por la envidia y las rivalidades, no andéis gloriándoos.

Sal 18 Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón.

Macos 9,14-29. Tengo fe, pero dudo; ayúdame.
Martes 25:
Santiago 4,1-10. Pedís y no recibís, porque pedís mal.

Sal 54. Encomienda a Dios tus afanes, que él te sustentará.

Marcos 9,30-37. El Hijo del hombre va a ser entregado. Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos.
Miércoles 26:
Santiago 4,13-17. ¿Qué es vuestra vida? Debéis decir así: «Si el Señor lo quiere».

Sal 48. Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Marcos 9,38-40. El que no está contra nosotros está a favor nuestro.
Jueves 27:
Santiago 5,1-6. El jornal defraudado a los obreros está clamando contra vosotros, y su clamor ha llegado hasta el oído del Señor.

Sal 48. Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Marcos 9,41-50. Más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al infierno.
Viernes 28:
Santiago 5,9-12. Mirad que el juez está a la puerta.

Sal 102. El Señor es compasivo y misericordioso.

Marcos 10,1-12. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
Sábado 29:
Santiago 5,13-20. Mucho puede hacer la oración intensa del justo.

Sal 140. Suba mi oración como incienso en tu presencia Señor.

Marcos 10,13-16. El que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él.