Isaías  52, 13-53, 12

Sal 30, 2 y 6. 12-13. 15-16. 17 y 25 

Hebreos 4, 14-16; 5, 7-9

san Juan 18, 1-19, 42

Es cierto que ninguno de nosotros estuvo allí, en la Pasión de Nuestro Señor, para dar fe de cómo fueron en realidad semejantes horas. Existen, por otro lado, los relatos evangélicos, que sí dan buena idea de lo que aconteció.

La figura de Jesús, ni es un personaje más de la historia (como lo pudo ser Napoleón o Cleopatra), ni es un prócer de la humanidad al que se le haya dedicado una avenida de una gran ciudad… Cristo, o compromete, o se rechaza. No existe término medio.

Cuando San Pablo, por ejemplo, habla de gloriarse sólo en la Cruz de Cristo, está dando algo más que una explicación: se trata del testimonio de su propia vida.

Sin embargo, un silencio, en ocasiones, es mucho más elocuente que todo un discurso, por muy bien trabado que esté. Y ver a Jesús en la Cruz ha de llenar cada uno de los poros de nuestro ser de un profundo silencio… ¿Qué explicación racional hay, por ejemplo, ante las palabras de Jesús: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”?, ¿Cómo puede uno discursear acerca de esas otras: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?, ¿Cómo puedo argumentar las últimas palabras de Cristo: “Padre, a tus manos encomiendo mi Espíritu”.

¿Quieres una recomendación? Contempla el rostro de María, la madre de Jesús, junto a la Cruz. Observarás, sorprendentemente, un silencio sufriente, pero silencio, en definitiva. Y lo más maravilloso de todo, es que el silencio de la Virgen se une, poderosa y misteriosamente, con el silencio de Dios.