Hechos de los apóstoles 2,14.22-33

Sal 15, 1-2 y 5. 7-8. 9-10. 11

san Mateo 28, 8-15

“Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais. (…) y esta historia se ha ido difundiendo entre los judíos hasta el día de hoy”. La parodia sería que los apóstoles (hombres que habían demostrado su arrojo y su valor abandonando a Cristo en las horas difíciles) se disfrazan  para robar cadáveres moviendo discretamente una pesada losa de piedra, mientras los soldados (misteriosamente recompensados en vez de ser suspendidos de empleo y sueldo desde ese momento) disfrutaban de un sueñecillo reparador. No sé si la literalidad de la historia inventada por los sumos sacerdotes tuvo éxito en su tiempo y no voy a meterme a historiador así que saltamos “hasta hoy”.

Hoy a muchos se les ha robado a Cristo, no han conocido nunca y nunca han tratado al Dios encarnado para nuestra salvación, entregado para nuestra justificación, resucitado para nuestra glorificación…“Alegraos”, “No tengáis miedo”. Nos roban el cuerpo glorioso de Cristo y nos ponen al lado una vaina cuyo fruto es la rutina, la tristeza, el desencanto, las caras largas, la angustia, la depresión, el desconsuelo. Nos quitan a Jesucristo de la historia para convertirlo en un personaje de cuento, en alguien irreal y, sinceramente, a mí no me consuela nada que los tres cerditos se escapasen del lobo.

“No tengáis miedo”, así comenzaba el Papa Juan Pablo II su pontificado. “No tengáis miedo”, así comienza Cristo resucitado a dar sentido a toda la historia de la Salvación. No tengas miedo desde hoy, desde ahora, desde tu lugar de trabajo o de descanso, desde ahora mismo a decirte en tu interior: “No quiero que nadie me robe la alegría. No estoy dispuesto a que ninguna circunstancia me lleve a no “enterarme bien de lo que pasa”. Me niego a que me cambien la buena noticia que es proclamada por esas santas mujeres, por Pedro –valiente otra vez-, por la Iglesia en toda su historia, ¡hoy!. Renuncio a las falsas imágenes de Dios que me impiden acercarme a la alegría, rechazo a los que me roban a Dios para poner en su lugar un ser anodino, taciturno y triste”.

“Por eso se me alegra el corazón, exulta mi lengua, y mi carne descansa esperanzada”, acercarse a Cristo es acercarse a la alegría auténtica del corazón que ama sin temor, sin miedos. No se nos ahorrarán esfuerzos, mil veces diremos “protégeme, Dios mío, que me refugio en ti” y aun en medio de la más brutal desolación oirás a María, tu madre, que reza serenamente contigo al oído: “Reina del cielo alégrate, aleluya. Porque el que mereciste llevar en tu seno, aleluya. Resucitó como dijo, ALELUYA”.