Corintios 15, 1-8

Sal 18, 2-3. 4-5  

san Juan 14, 6-14

¿Por qué hablar de la pureza y de la castidad resulta un tabú en muchos de nuestros ambientes? No hay que fijarse mucho en el Evangelio para descubrir que a Nuestro Señor se le podía acusar de comer con gente proscrita, de ir contra el formalismo legal de su época, o de tratar con gente “contaminada” (leprosos, prostitutas…); pero nunca se le acusó de vivir contra la pureza de corazón o de la carne.

Lo siento, pero hoy “me apetece” ir contracorriente. Poco tiene que ver este comentario con las lecturas de hoy (bueno, el que diga Jesús acerca de sí mismo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida”, encierra cualquier perspectiva de lo que aquí hablemos), pero es necesario pregonar a los “cuatro vientos” la importancia de la virtud de la pureza. Uno ya se cansa de tanta seducción de la carne, de tanto mercado barato del “amor”, o de la supuesta “liberación” a costa de cuerpos marchitos y rotos. Y allá va la retahíla de interrogantes: ¿Vale la pena la corrupción del amor a cambio de millones de abortos? ¿Es necesario usurpar la dignidad humana por un “mendrugo” de placer? ¿Cuánto crece el ser humano cuando se le ha arrebatado su pudor?…

Decir que el cuerpo es templo del Espíritu Santo no es ninguna tontería. Hay muchos que critican a la Iglesia por vivir en el ancestro de los tiempos (oscurantismo, manipulación, fundamentalismo…). Pero, ¿acaso la obsesión por el placer inmediato, el adulterio, la obscenidad, etc., pertenece a uno de los mayores logros del progreso de este siglo XXI? No hay que ser muy listos para descubrir que semejante jactancia, no sólo no pertenece a la época del medioevo, sino que desde el primer pecado del hombre (hace ya miles de años), se ha intentado “vender” como algo que debía cubrir las necesidades más elementales. Y no me dirijo a hombres o mujeres consagrados, que han hecho voto o promesa de castidad o virginidad, porque es un “tema” que también incumbe al matrimonio, al noviazgo o a la misma soltería. Ser templos del Espíritu Santo no es un apellido o un acomodo, es algo que afecta a todos los que hemos sido bautizados en el seno de la Iglesia. Y aún más, creyentes o no, practicantes o agnósticos… todo ser humano está hecho a imagen y semejanza de su Creador, lo que significa que ir “contranatura” (sexto y noveno mandamientos de la Ley de Dios), es actuar contra lo que está inscrito en el interior de todo hombre. Vamos a ser claros, ¿no es la virtud de la pureza la auténtica ecología que necesita nuestro mundo? ¿De qué sirve “decorar” lo externo (árboles y bosques, ríos y mares…), si lo de dentro (el corazón humano) apesta.

Perdonadme, pero aquí no vale: “¡qué difícil!”, “¡es casi imposible!”, o ¡”sólo los muy santos pueden vivir así!”. Así que: ¿somos capaces de poner todos los medios para alcanzar el más absurdo de nuestros caprichos, y nos cuesta responder con un ¡sí! al amor? Sí, porque desde el comienzo de este comentario no estamos haciendo otra cosa sino hablar de lo que otros callan por vergüenza o cobardía: el amor limpio es posible y, además, hace más creíble al mismo amor. La pureza de corazón no es un obstáculo, sino una afirmación gozosa de nuestra libertad y de nuestro señorío. “Simplemente” se trata de reconocer la debilidad que nos acompaña constantemente (ese “tufillo” que extiende sus alas a nuestro alrededor en todo momento: el pecado), para comprender que hay algo mucho más grande que nosotros: el perdón de Dios y su gracia. Y os puedo asegurar que hay legiones de hombres y mujeres que así lo viven.

Estamos en el mes de mayo, mes de María: ¿Cómo viviría la pureza? Más bien, al ser la llena de gracia, es fuente de pureza. Acudimos a ella, no con tristeza, sino con la certeza de que al poner nuestra vida en sus manos, hemos acortado las distancias en el propósito de meternos (¡ojalá pudiéramos incluso hacerlo físicamente!), un poco más, en ese Corazón dulce, amable y puro de su Hijo.