Hechos de los apóstoles 15,22-31

Sal 56, 8-9. 10-12 

San Juan 15, 12-17

«Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». Hemos meditado poco acerca del «amor más grande». Peor aún, lo hemos vertido en el hermoso ideal de «dar la vida». Dar la vida es algo noble, quizá sublime… Pero también necesario, porque si no la das, te la quitan de todos modos. Nadie puede conservar su propia vida ni salvarla del zarpazo de la muerte. Y, puestos a perderla, mejor entregarla voluntariamente que sufrir cada día el robo. Podríamos pasar horas haciendo lucubraciones de este jaez, y escribiendo poemas en los que la vida se entrega de forma idílica, incluso heroica… y no habríamos llegado ni tan siquiera a tocar la esencia de ese «amor más grande» del que nos habla Jesús. Habríamos errado la puntería, porque el corazón de la frase del Señor no está en el verbo, ni tampoco en el nombre, sino en la preposición.

Cuando dos novios se unen ante el altar, expresan su compromiso diciendo: «me entrego a ti». A partir de ese momento, ninguno de ellos debería sentirse dueño de su vida, puesto que, al pronunciar esas palabras, su existencia ha dejado de pertenecerles para pasar a manos de su cónyuge. «Me entrego a ti» sólo puede decirse a una persona, sólo puede pronunciarse una vez; después, uno queda pobre y no puede entregar ya nada que no sea robado. He aquí la limitación del «poema», y de la estrecha distancia marcada por la preposición «a». Si Jesús se hubiera entregado «a» mí de esa manera, yo lo vería, escucharía el tono de su voz, y podría darle el abrazo que, con un suave «no me toques», le fue negado a la Magdalena. Pero ninguno de vosotros lo tendríais, porque me hubiera quedado yo con Él. Jesús no se ha entregado «a» mí, porque para «el amor más grande» la distancia del «me entrego a ti» se quedaba estrecha. Jesús se ha entregado «por» mí, y cuantas veces se habla en la Escritura del Amor de Cristo aparece la divina preposición: «mi Cuerpo, entregado por vosotros»; «el Hijo del Hombre ha venido a servir y dar la vida en rescate por muchos»; «por ellos me consagro»; «me amó, y se entregó por mí». Marcando la dolorosísima distancia de la Cruz, se ofreció como víctima por mis pecados, al igual que se ofreció por los tuyos, y ni tú ni yo hallamos mengua en el Amor ni compartimos a Cristo. Desde esa distancia, Él es todo tuyo y todo mío; lo es por su Espíritu, que habita en nosotros, y lo es por la Eucaristía, en la que se nos entrega Jesús de un modo nuevo y misterioso. Ese «Amor más grande» es «amor sacerdotal», y en él encontramos los presbíteros la esencia y el sentido de nuestro celibato. Pocos lo conocen; no se le canta en las emisoras de radio, ni se hacen películas sobre él. Pero es «el amor más grande».

La primera en sufrir la distancia del Amor nuevo fue María, incapaz de alcanzar con sus brazos, al pie de la Cruz, los brazos que su Hijo tenía clavados en el Leño. Pero fue allí muy amada, y ese Amor, «el más grande», lo reparte a cuantos nos acercamos, en este mes de mayo, a beberlo en sus manos.