Comentario Pastoral
PENTECOSTÉS SIEMPRE

Pentecostés no es una fiesta inventada por los cristianos. Era ya una fiesta judía, la fiesta de la Alianza, de la entrega de la Ley que suponía un pacto entre Dios y su pueblo. Fecha estelar en la historia de Israel, en la que aflora la conciencia de unidad del pueblo bajo el caudillaje de Yahvé, rey eterno.

Nuestro Pentecostés actual es la fiesta de la plenitud de la Redención, de la culminación cumplida y colmada de la Pascua. Desde el mismo nacimiento de la Iglesia el Espíritu de Dios desciende incesantemente sobre todos los cenáculos y recorre todas las calles del mundo para invadir a los hombres y atraerlos hacia el Reino.

Pentecostés significa la caducidad de Babel. El pecado del orgullo había dividido a los hombres y las lenguas múltiples eran símbolo de esta dispersión. Perdonado el pecado, se abre el camino de la reconciliación en la comunidad eclesial. El milagro pentecostal de las lenguas es símbolo de la nueva unidad.

Pentecostés es «día espiritual». Cuando el hombre deja de ver las cosas solo con mirada material y carnal, y comienza a tener una nueva visión, la de Dios, es que posee el Espíritu, que lleva a la liberación plena y ayuda a vencer nuestros dualismos, los desgarramientos entre las tendencias contrarias de dos mundos contradictorios.

Desde Pentecostés la vida del creyente es una larga pasión que abre profundos surcos en la existencia cotidiana. En estos surcos Cristo siembra la semilla de su propio Espíritu, semilla de eternidad, que brotará triunfante al sol y a la libertad de la Pascua definitiva, al final de la historia, en la resurrección de los muertos.

Pentecostés es la fiesta del viento y del fuego, nuevos signos de la misma realidad del Espíritu. El viento, principio de fecundidad, sugiere la idea de nuevo nacimiento y de recreación. Nuestro mundo necesita el soplo de lo espiritual, que es fuente de libertad, de alegría, de dignidad, de promoción, de esperanza. El símbolo del fuego, componente esencial de las teofanías bíblicas, significa amor, fuerza, purificación. Como el fuego es indispensable en la existencia humana, así de necesario es el Espíritu de Dios para calentar tantos corazones ateridos hoy por el odio y la venganza.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Hechos de los apóstoles 2, 1-11 Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30. 31 y 34
San Pablo a los Corintios 12, 3b-7. 12-13 San Juan 20, 19-23

Comprender la Palabra

En la primera lectura de los Hechos de los apóstoles aparece el grupo de los discípulos orando con María la madre de Jesús. Cristo ha sido plenamente glorificado y exaltado a la derecha del Padre. Pentecostés supone la realización plena de la obra salvadora y el comienzo de su acualización y extensión en el tiempo y en el espacio hasta que vuelva el Señor.

En la historia de la salvación se contempla al Espíritu en tres líneas fundamentales: en primer lugar, manifiesta su poder en aquellos que fueron elegidos para llevar adelante la salvación del pueblo de Dios. En segundo lugar, el Espíritu actúa en los profetas para prepararles a la misión y para que puedan realizarla superando todas las dificultades y contradicciones. En tercer lugar, el Espíritu aparece como la gran promesa escatológica, es decir, como un don para el final de los tiempos. Cuando se anuncia el Evangelio en cualquier parte del mundo, se reafirma este don del Espíritu y se ofrece a los hombres la causa y motivación que garantiza la verdadera comunión.

El contexto de la lectura de la Carta a los Corintios (segunda lectura) es la advertencia de Pablo por los excesos que se producen en Corinto por el mal uso de los carismas, clarificando la finalidad y el valor de los carismas en la Iglesia. El Espíritu es el continuador de la obra de Jesús, el que había de facilitar la comprensión de la identidad de Jesús y el sentido profundo de sus palabras. Pues bien, Pablo recuerda que la confesión esencial (reconocer a Jesús como Señor) sólo es posible en el Espíritu Santo. Tanto en la confesión como en el testimonio, el mismo Espíritu es quien acompaña y empuja a los creyentes a realizar este acto de fe. El bautismo hermana a todos los pueblos que aceptan el mensaje, porque es un nuevo nacimiento en el Espíritu y, por tanto, se establecen nuevas relaciones. Por eso el bautismo en el mismo Espíritu anula y hace desaparecer las diferencias antiguas. Todos formamos un mismo cuerpo. Pentecostés nos invita de diversas maneras a abrir fronteras y ensanchar horizontes.

En el texto evangélico (Jn 20,19-23) Jesús sopla sobre los apóstoles y les capacita para realizar la nueva creación en el mundo. El Padre envía su Hijo al mundo para salvarlo y no para condenarlo. El Padre y el Hijo envían al Espíritu, y juntos a los apóstoles. Jesús es el transmisor del Espíritu. Se ha cumplido la era mesiánica y Jesús, verdadero Mesías, dispone del Espíritu recibido del Padre y lo entrega a sus discípulos. El verbo exhalar remite a dos momentos importantes en el plan del Dios Creador y Salvador: la creación del hombre, en este relato Dios sopla en las narices de la imagen elaborada de arcilla y se convierte en un ser vivo. El hombre es un ser vivo por la acción del Espíritu. Jesús resucitado se hace presente entre sus discípulos, «sopla» su aliento (espíritu) sobre ellos y les entrega el Espíritu. Esto nos permite comprender que se trata del Espíritu Creador que va a llevar adelante la nueva creación.

Con la reconciliación universal, obra de la muerte-resurrección de Jesús, y que se actualiza siempre por el Espíritu Santo, aparece de nuevo cuál fue el sentido del hombre en su creación.

Ángel Fontcuberta

 

al ritmo de las celebraciones


Solemnidad Santísima Trinidad

Al desaparecer con la reforma litúrgica la celebración de la Octava de Pentecostés, la solemnidad de la Santísima Trinidad ya no aparece como un apéndice del Tiempo Pascual, aun cuando puede ser considerada como un eco y una síntesis del Misterio Pascual de Cristo. Aun cuando en todo domingo se puede contemplar este misterio pascual, la solemnidad de la Santisima Trinidad nos permite contemplarle en el marco de la divina economía o acción en el mundo y en la historia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Aunque este misterio era ya considerado por los Padres de la Iglesia (recordemos el viejo axioma patrístico: «Todo don salvífico viene del Padre, por mediación del Hijo Jesucristo, en el Espíritu Santo; y en el Espíritu Santo por medio del Hijo, vuelve de nuevo al Padre»); la devoción a la Trinidad en conjunto comienza en el siglo X. Esta celebración se extiende en la baja Edad Media a partir de la época carolingia. La liturgia latina la introduce en 1331, bajo el pontificado de Juan XXII. La solemnidad de la Santísima Trinidad no es una fiesta de ideas o de un misterio conceptual. La Trinidad es un misterio de vida y de comunión, además de un misterio de fe y de adoración (cf. Oración colecta). El misterio admirable de Dios no es solamente el ser divino, sino también, el designio secreto de su voluntad salvadora. Ambos aspectos nos han sido revelados por Dios mediante su Hijo Jesucristo y el Espíritu Santo. Y una vez conocido, entiéndase así mismo vivido, viene la rendida profesión de fe, la adoración y el culto.

Las lecturas de este Ciclo A (Ex 34,4b-6.8-9; 2Cor 13,11-13; Jn 3,16-18) invitan a celebrar dos grandes realidades salvíficas. Una es el nombre divino revelado a Moisés (1ª Lectura) y en la misión terrena del Hijo de Dios (evangelio). Este nombre pertenece también a Jesús, siendo causa de salvación para cuantos creen en él (cf. evangelio). La otra gran realidad es el amor fontal del Padre, manifestado en la compasión hacia su pueblo y, sobre todo, en el envío de su Hijo al mundo. Este amor siempre se identifica con el Espíritu Santo, autor de la comunicación de la gracia de Jesucristo y de la caridad del Padre. La liturgia de la Palabra insistirá en los tres ciclos en los aspectos económico-salvíficos del misterio trinitario, en orden a la vida de la fe y al culto divino, que es no sólo liturgia, sino también la obra de los cristianos en el mundo.

El Prefacio es una de las piezas eucológicas más antiguas del Misal (siglos V-VI). Este hermoso prólogo de la plegaria eucarística tiene como motivo central la respuesta de la fe y de la adoración al Dios que se ha autorrevelado como Padre, Hijo y Espíritu Santo. La asamblea alaba y canta a la verdadera y eterna divinidad, adorando a tres personas divinas, de única naturaleza e iguales en su dignidad (cf. también, la oración después de la comunión).


Ángel Fontcuberta

 

Para la Semana

Lunes 9:
1Reyes 17,1-6. Elías sirve al Señor, Dios de Israel.

Sal 120. Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

Mateo 5,1-12. Dichosos los pobres en el espíritu.
Martes 10:
1Reyes 17,7-16. La orza de harina no se vació, como lo había dicho el Señor por medio de Elías.

Sal 4. Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro.

Mateo 5,13-16. Vosotros sois la luz del mundo.
Miércoles 11:
S. Bernabé, apóstol. Memoria

Hechos 11,21b-26; 13,1-3. Era hombre de bien, lleno del Espíritu Santo y de fe.

Sal 97. El Señor revela a las naciones su justicia.

Mateo10,7-13. Id y proclamad que el reino de Dios está cerca.
Jueves 12:
Jesucristo, sumo y eterno sacerdote. Fiesta.

Génesis 22,9-18: El sacrificio de nuestro patriarca, Abrahám.

o bien:

Hebreos 10, 4-10. Así está escrito en el comienzo del libro acerca de mi, para hacer, oh Dios, tu voluntad.

Sal 39. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

Mateo 26,36-42. Mi alma está triste hasta la muerte.
Viernes 13:
S. Antonio de Padua, presbítero y doctor. Memoria.

1Reyes 19,192; 11-16. Ponte en pie en el monte ante el Señor.

Sal 26. Tu rostro buscaré, Señor.

Mateo 5,27-32. El que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio.
Sábado 14:
1Reyes 19,19-21. Eliseo se levantó y marchó tras de Elías.

Sal 15. Tu, Señor, eres el lote de mi heredad.

Mateo 5,33-37.Yo os digo que no juréis en absoluto.