Reyes 17, 7-16

Sal 4, 2-3. 4-5. 6bc-8 

san Mateo 5, 13-16

 En un documento de principios del cristianismo, la Epístola a Diogneto, se dice de los cristianos que son como “el alma del mundo”. Y escribía nuestro autor: «El alma ama a la carne y a los miembros que la aborrecen, y los cristianos aman también a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero ella es la que mantiene unido al cuerpo; así los cristianos están detenidos en el mundo. (…) El alma maltratada en comidas y bebidas se mejora; lo mismo los cristianos, castigados de muerte cada día, se multiplican más y más. Tal es el puesto que Dios les señaló y no les es lícito desertar de él». Me parece que se trata de un buen comentario al Evangelio de hoy. Jesús, que es “la Luz del mundo”, ha hecho a los cristianos partícipes de su propia luz. No sólo nos ha iluminado, sino que nos ha constituido en lámpara para el mundo. La unión de Dios con el hombre es tan grande que nos transforma en Él (divinización).

El cristiano, luz del mundo, no puede guardarse los dones recibidos para Él, sino que debe ejercerlos de manera que iluminen a los demás (testimonio). Todo ello con una finalidad: “Para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.” Con estas palabras Jesús señala que para que la luz irradiada por los cristianos sea auténtica, ésta ha de remitir siempre a Dios.

Siempre me ha emocionado la costumbre que tienen algunos pobres. Cuando reciben la limosna te dicen “que Dios le bendiga”. En esas palabras se ve cómo trascienden la acción humana para ver en Dios el origen de todo bien. ¡Qué bueno sería que fuéramos capaces de referir todas nuestras buenas acciones a Dios! Sin darnos cuenta, cada vez que nos movemos por vanidad o nos enorgullecemos de nuestras buenas obras, oscurecemos un tanto la luz que Dios ha encendido en nosotros. El ejercicio de la caridad es el que hace que nuestra fe resulte luminosa. Basta recordar el testimonio de la beata Teresa de Calcuta, quien cuidando a los menesterosos y atendiendo a los agonizantes les descubría, a través de su rostro, la belleza de la misericordia de Dios. La fe sin caridad es lúgubre, de ahí que en las imágenes que se nos conservan de los santos detectemos muchas veces un resplandor que no sabemos definir: es la caridad.

La imagen de la sal también nos indica que el cristianismo potencia todo lo humano. En la cocina sirve para saborear mejor los alimentos. Una comida sosa puede hasta resultar desagradable por muy buena que sea la materia prima. Esta imagen nos ayuda a comprender cómo toda la realidad, y singularmente cada hombre, está ordenado a Jesucristo. El encuentro con el Señor no supone ningún menoscabo de nuestra felicidad. La experiencia nos enseña cómo la vida con Jesús se hace más intensa y feliz. Con la Virgen María podemos decir: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”. Porque la fe aporta luz y alegría a la vida. Jesús nos exhorta hoy a saber manifestarlo a los demás.