libro de los Reyes 21, 17-29

Sal 50, 3-4. 5-6a. 11 y 16 

san Mateo 5, 43-48

Quitad la Cruz del lugar que ocupa en el centro de Cosmos y de la Historia, y el mundo entero se viene abajo, convertido en un absurdo. Para comprobarlo, retomemos el diálogo que, entre primera lectura y evangelio, comenzó ayer:

“¿Conque me has sorprendido, enemigo mío?”. Ajab, finalmente, es denunciado, y todo parece indicar que la deuda de su crimen fuera a ser pagada: “En el mismo sitio donde los perros han lamido la sangre de Nabot, a ti también los perros te lamerán la sangre”… Pero, antes de que el castigo se desplome sobre quien a sí mismo se ha declarado enemigo de Dios, la voz de Jesús vuelve a sonar desde la Montaña: “Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos”… Ajab hace penitencia, una penitencia ridícula en comparación con su crimen, y es perdonado: “Por haberse humillado ante mí, no lo castigaré mientras viva; castigaré a su familia en tiempo de su hijo”. Resultado: Nabot -un hombre pobre y justo-, muerto; Ajab -un rey asesino-, vivo… Y un castigo que espera a desplomarse sobre un hijo que nada tuvo que ver en aquel crimen. ¡Un absurdo! Y, puestos a desenmascarar absurdos: ¿No lo es el que tus pecados más graves, después de confesados, se hayan saldado con la penitencia de un Avemaría? ¿Dónde está la piedra angular que dé consistencia a este conjunto de “disparates” cuyo peso les hace despeñarse sobre el sentido común?

“Castigaré a su familia en tiempo de su hijo”. La piedra angular está delante de nosotros. Contempla a ese hijo, y descubrirás que no se trata de Ocozías, el mediocre retoño de Jezabel. El alcance del anuncio del profeta era mucho más largo que el del vientre de aquella zorra. Hablaba del “Hijo del hombre”, Jesús: “Él soportó el castigo que nos trae la paz” (Is 53, 5). Pon la Cruz en el medio, y todo recobra consistencia…

Porque en los brazos extendidos de Jesús Crucificado fue recogida la sangre de Nabot, y allí, a cambio de una viña terrena, recibió el justo en herencia la Viña de Dios. Allí fue recogida la torpe penitencia de Ajab, y, unida al Corazón roto y al Cuerpo entregado de Cristo, hizo que el arrepentido mereciese la misericordia de un Dios capaz de amar a su enemigo. Allí se depositan nuestras culpas cuando confesamos, y allí se une nuestra minúscula penitencia a la de Jesús. Allí Nabot, Ajab, tú y yo nos encontramos. En los brazos extendidos de Jesús, crucificado sobre el mismo lugar en que los perros lamiesen la sangre de Nabot, nosotros, que por nuestros pecados fuimos hechos semejantes a bestias, hemos lamido la Sangre del Cordero y hemos sido salvados. Nosotros somos la “familia” que, según anunció el profeta, sufre unida al Hijo.

Por eso no quiero apartar la mirada de la Cruz, ni quiero bajar de los brazos de María, que en el Gólgota me muestran el Madero Santo: porque, si por un solo momento lo hiciese, me volvería loco. Pero, si sigo mirando a Jesús Crucificado, todo tiene tanto sentido que podría yo morir de un ataque de Luz.