Comentario Pastoral
LAS DOS FIGURAS CUMBRES DE LA IGLESIA

En este 29 de Junio celebramos el poder de Dios, que de un pescador de Galilea y de un fanático rabino de Tarso ha hecho dos fieles discípulos de Cristo y dos apóstoles del Evangelio. El hecho de que la Iglesia una en una misma solemnidad a Pedro y Pablo, a pesar de las diferencias de vocación, de relación con Cristo, de temperamento y de estilo apostólico, significa que la Iglesia vive el misterio único del Señor en la diversidad de los testimonios humanos.

Cuando el Papa Pablo VI visitó el Consejo Ecuménico de las Iglesias en Ginebra, sus palabras de saludo fueron: «me llamo Pedro». Es verdad que es el nuevo Pedro, el testigo de la fe en el mundo de hoy, el que conforta a sus hermanos en el camino de la existencia cristiana. Por eso la Iglesia vuelve también hoy sus ojos a la figura del nuevo Pedro de Roma y los creyentes, sin quedarse en la simple contemplación de su silueta blanca, reconocen al Papa como Pastor universal al mismo tiempo que se sienten confortados por su testimonio de vida, por su religiosidad sincera, por su respeto y amor a todos los hombres, por su infatigable apostolado.

Hoy vuelve a recobrar actualidad el texto de un antiguo poeta: «El Tiber, al entrar en Roma, saluda a la basílica de San Pedro y al salir de ella saluda a la de San Pablo. El portero celestial ha fijado su sagrada mansión a las puertas de la ciudad eterna, que es imagen del cielo. Por otra parte, las murallas de la ciudad se encuentran protegidas por el pórtico de Pablo. Roma se halla en medio de ambos».

Pedro, el nuevo Moisés, el caudillo del nuevo Israel, siempre ha estado asociado a Pablo, el nuevo Aarón, más elocuente para anunciar las riquezas de la gracia de Cristo a los gentiles. La Iglesia romana, que venera sus sepulcros en el Vaticano y en la vía Ostiense nunca los ha separado en su culto. Este día no es sólo fiesta para la Roma cristiana, sino para toda la Iglesia que fue plantada con su sangre. «Por caminos diversos, ambos congregaron la única Iglesia de Cristo, y a ambos, coronados por el martirio, celebra hoy el pueblo con una misma veneración», dice el prefacio de la Misa.

De estas dos figuras cumbres de la Iglesia naciente hemos recibido el fundamento de nuestra fe y por su intercesión la Iglesia se mantiene fiel. Por eso el himno litúrgico del oficio de lectura les canta con gozo:

Pedro roca; Pablo espada.
Pedro, la red en las manos;
Pablo, tajante palabra.
Pedro, llaves; Pablo, andanzas.
Y un trotar por los caminos
con cansancio en las pisadas.
Cristo tras los dos andaba:
a uno lo tumbó en Damasco,
y al otro lo hirió con lágrimas.
Roma se vistió de gracia:
crucificada la roca,
y la espada muerta a espada. Amén.

Andrés Pardo

 

 

Palabra de Dios:

Hechos de los apóstoles 12, 1-11 Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7. 8-9
san Pablo a Timoteo 4, 6-8. 17-18 san Mateo 16, 13-19

Comprender la Palabra

El capítulo 12 de los Hechos de los Apóstoles, de que está tomada la primera lectura de esta solemnidad, forma parte de la sección a la que se puede denominar «bajo el signo de la persecución». Cristo es el único y último Salvador de todos. Esto explica que Herodes mandara decapitar a Santiago y encarcelar a Pedro con la misma finalidad. Con estos dos acontecimientos, la palabra anunciada por Jesús comienza a cumplirse. A la luz del Nuevo Testamento, una de las características esenciales de la Iglesia es ser, como su Maestro y Cabeza, martirial. Hoy como ayer es necesario vivir esta realidad de la Iglesia y estar preparados para el martirio cruento. Dios tiene su proyecto para cada uno de sus apóstoles y se cumplirá en el momento oportuno. Pedro y Pablo se encontrarán una vez más en Roma, donde ambos sufrirán el martirio en tiempos de Nerón.

El autor de la segunda carta a Timoteo pone en boca del apóstol un testamento valioso por su contenido y que transmite algunos pensamientos especialmente significativos. Se evoca la fidelidad de Pablo hasta el final de su vida con expresiones como combate, lucha, victoria y coronación. Este itinerario es elegido para presentar su vida como un modelo a imitar. Los sucesores han de llevar, por el mismo camino y con el mismo talante, la obra hasta el final. La misión permanece abierta al futuro que está garantizado si todos trabajan en comunión y movidos por el mismo Señor y un mismo ideal. La referencia a la gran esperanza que movía al apóstol es un acicate y una exhortación para los misioneros del presente que han de trabajar con la misma generosidad y entrega que el maestro y modelo.

El episodio del evangelio es entendido como central en la vida y ministerio de Jesús por todos los evangelistas. Supone un punto de llegada importante en el reconocimiento de su misión por los discípulos y, a la vez, un punto de partida ascendente en su camino hacia la cruz y la gloria.

Jesús quiere saber dónde se encuentran sus discípulos en la comprensión de su persona y de su misión. La respuesta de Pedro, que leemos en el evangelio de hoy, alcanza a la misión y a la naturaleza misma de Jesús como Mesías e Hijo de Dios. Somos invitados a dar el salto necesario que, partiendo de la humanidad de Jesús, alcance a su verdadera naturaleza y que fundamenta realmente la esperanza de toda la humanidad. Los discípulos de Jesús, mediante la palabra y el testimonio coherente, debemos ofrecer al mundo la clave para interpretar los avatares de la historia y encontrarles su verdadero sentido.

Siempre será necesario superar los obstáculos y dificultades para alcanzar el verdadero proyecto de Dios sobre los hombres. Es necesario que la Iglesia y cada uno de los creyentes asuman la confesión de fe de Pedro y la actualicen constantemente. Sólo así merecerán la congratulación de Jesús y, en consecuencia, los hombres y mujeres de cada época podrán entrar más fácilmente en el Evangelio de la salvación proclamado por Jesús.

Sobre la confesión de Pedro se edifica la Iglesia. Pedro ha confesado que Jesús es el verdadero y definitivo enviado del Padre para la salvación del mundo (Mesías) y es el verdadero y real Hijo de Dios. Esta es la roca sobre la que se edifica la Iglesia. Pedro ha sido el portavoz, el que hace de instrumento del Padre. Y esta roca firme (Jesús y la fe en Jesús) es el cimiento de la Iglesia que desecharon los arquitectos. Esta Iglesia permanecerá para siempre. Una Iglesia que comienza su andadura en la tierra y se prolongará eternamente en el cielo en la ciudad celeste habitada por gentes procedentes de toda raza, pueblo y nación.

Ángel Fontcuberta

 

al ritmo de las celebraciones


El Tiempo Ordinario (I)

Este Tiempo Ordinario o Tiempo durante el año, no ha sido aún considerado en toda su importancia. Frente a los tiempos fuertes o privilegiados: Adviento, Cuaresma y Pascua, aparece como un tiempo menor o «no fuerte». Y, sin embargo, es un tiempo importantísimo, ya que sin él la celebración del misterio de Cristo y su asimilación por parte de las asambleas celebrativas, se vería reducida a puros episodios aislados, en lugar de impregnar toda la existencia de los fieles y de las comunidades.

Solamente se podrá comprender qué es el Año litúrgico, cuando se considere que el Tiempo Ordinario es imprescindible, ya que desarrolla el misterio pascual de un modo profundo y progresivo. Reducir el Año litúrgico a los «tiempos fuertes» es olvidar que éste celebra, con sagrado recuerdo en el decurso de un año, el entero misterio de Cristo y de la obra de la salvación.

Es verdad que la principal peculiaridad del Tiempo Ordinario es que no constituye un auténtico periodo litúrgico, en el que los domingos guarden una relación especial entre sí en torno a un aspecto determinado del Misterio de Cristo. La fuerza de este Tiempo radica en cada uno de los 33 ó 34 domingos que lo integran, como lo indican las Normas Universales sobre el año litúrgico y el calendario (NUALC): «Además de los tiempos que tienen carácter propio, quedan 33 ó 34 semanas en el curso del año en las cuales no se celebra algún aspecto peculiar del misterio de Cristo, sino más bien se recuerda el mismo misterio de Cristo en su plenitud, principalmente los domingos» (nº 43).

El Tiempo Ordinario se divide en dos periodos: el primero comienza el lunes que sigue al Domingo del Bautismo del Señor, celebración con la que, a la vez que se clausura el Tiempo de Navidad, se inaugura la serie de Domingos durante el año. Por esta razón el domingo que sigue a la Fiesta del Bautismo del Señor se denomina Domingo II del Tiempo Ordinario. Este primer periodo concluye el Miércoles de Ceniza. El segundo periodo se inicia el lunes después del Domingo de Pentecostés y termina antes de las primeras Vísperas del Domingo I de Adviento (cf. NUALC, 44).

 
Ángel Fontcuberta

 

Para la Semana

Lunes 30:
Amos 2,6-10.13-16. Revuelcan en el polvo al desvalido.

Sal 49. Atención, los que olvidáis a Dios.

Mateo 8,18-22. Sígueme.
Martes 1:
Amos 3,1-8;4,11-12. Habla el Señor, ¿quién nos profetiza?

Sal 5. Señor, guíame con tu justicia.

Mateo 8,23-27. Se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma.
Miércoles 2:
Amos 5, 14-15,21-24. Retirad de mi presencia el estruendo del canto; fluya la justicia como arroyo perenne.

Sal 49. Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios.

Mateo 8,28-34. ¿Has venido a atormentar a los demonios antes de tiempo?
Jueves 3:
Efesios 2,19-22. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles.

Sal 116. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.

Juan 20,24-29. ¡Señor mío y Dios mío!
Viernes 4:
Amos 8,4-6.9-12. Enviaré hambre, no de pan, sino de escuchar la Palabra del Señor.

Sal 118. No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

Mateo 9,9-13. No tienen necesidad de médico los sanos; misericordia quiero y no sacrificios.
Sábado 5:
Amos 9,11-15. Haré volver los cautivos de Israel y los plantaré en su campo.

Sal 84. Dios anuncia la paz a su pueblo.

Mateo 9,14-17. ¿Es que pueden guardar luto,mientras el novio esté con ellos?