Ezequiel 24, 15-24

Dt 32, 18-19. 20. 21 

san Mateo 19, 16-22

 Cuando llegan días como éste, la tentación de hablar sobre el joven rico es casi irresistible: ese chaval es un pozo sin fondo. Sin embargo, hoy me voy a resistir, porque la lectura de Ezequiel me está llamando con todas sus fuerzas y quiero responder a esa llamada. Acerca del joven rico -tiro del archivo- aquí tenéis esto, y esto, y esto, y esto… Y más que debe haber pero que ahora no encuentro.

Vamos con Ezequiel, que estamos gastando folio: y, hablando de folio, tened por seguro, si acaso imprimís estas líneas, que a la hoja de papel que empleéis no le dolerá lo más mínimo el paso de los cabezales de la impresora a través de su blanca superficie.

La hoja de papel ni siente ni padece, aunque con ello también se prive de un enorme gozo: el de estar sirviendo de instrumento a la Palabra de Dios y llevar impreso el nombre de Cristo. Si la hoja de papel sintiera y padeciera -me pregunto yo-: ¿Qué sería en ella mayor, el dolor de dejarse imprimir y perder control sobre sí misma, o el gozo de servir de patena al nombre de Jesús? ¿No daría por bien empleado el arañazo de la impresora con tal de ser bendecida con tan elevada misión? No sé, serán cosas mías, porque lo cierto es que, como he dicho, la hoja de papel ni siente ni padece.

Lo verdaderamente grave del asunto es que Dios, para escribir su Palabra, decidió escoger a los profetas para imprimir en su vida el Nombre que da Vida a todos los seres.

Y, claro, un hombre no es una hoja de papel; un hombre siente y padece. Eso cambia las cosas. Y para mostrar cómo su Hijo sufriría en la Cruz viendo que Satanás le arrebataba a los hombres a causa de sus pecados, queriendo explicar hasta qué límites llegaría ese divino y humano dolor… ¡Permitió que muriese la esposa del profeta! Ni el profeta es un papel, ni la muerte es el rodillo de una impresora. Este modo de escribir es infinitamente más dramático.

Retomemos la pregunta que hacíamos respecto al papel: ¿Qué fue mayor en el profeta: el dolor por la muerte del ser amado, o la dicha de ser convertido en palabra viva de Dios? ¿Qué ha sido mayor en los santos: el dolor de haber sido estigmatizados con los sufrimientos de Cristo, o la dicha de haber muerto para que sólo Jesús viviese en ellos como en “otros Cristos”?

La realidad es que la pregunta, aunque sea “muy nuestra”, es ociosa. Es ociosa porque, por extraño que nos parezca, ni los profetas ni los santos se han dado la menor importancia a sí mismos. Y lo que a nosotros nos parece una tragedia, para ellos no pasó de ser una dolorosa bendición aceptada de buen grado por el Nombre de Dios. Miradas desde el cielo, esos dolores y esas muertes no fueron sino triunfos y resurrección. Fíjate cómo, en la hoja de papel más blanca que Dios jamás tuvo, en María, Dios quiso que quedase impresa con tinta de Sangre la Pasión de su Hijo… Míralo, míralo bien, y no te des tanta importancia. Bendice al Señor.