Isaías 22, 19-23

Sal 137, 1-2a. 2bc-3. 6 y Sbc

san Pablo a los Romanos 11, 33-36

san Mateo 16, 13-20

 San Pablo, en la segunda lectura de hoy, exclama: ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y que irrastreables sus caminos!. Nosotros no podemos dejar de decir lo mismo, y más cuando comprobamos la verdad de lo que narra el evangelio: Jesús es el Hijo de Dios.

De Dios todas las religiones tienen una idea elevada, pero a nadie se le había ocurrido este absurdo para la mente humana de que Dios se hiciera uno de nosotros. Eso es lo que confiesa Pedro. Detrás de la humilde humanidad del Señor, reconoce su divinidad. Ahora bien, como indica el mismo Jesús, la confesión de Pedro ha sido posible porque se le ha concedido una gracia desde lo alto. Es decir, está fuera de las fuerzas de todo hombre reconocer la divinidad de Cristo. Por eso se dice que la fe es una gracia. Y santo Tomás afirma que no podríamos creer si no fuera movidos desde dentro. Así, en el Concilio de Trento se enseñó que el primer efecto de la gracia en el corazón del hombre era la fe.

La gracia, sin embargo, no anula la naturaleza y, por ello cuando nosotros hacemos un hacemos un acto de fe ponemos en juego toda nuestra libertad. Esto se ve en el evangelio. Cuando Jesús hace una pregunta genérica que no compromete, todos responden. Pero cuando se dirige directamente a cada uno y les dice: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?, entonces sólo habla Pedro. Confiesa que es el Hijo de Dios y, al mismo tiempo, que es el Mesías esperado, el que ha de salvar al pueblo.

Junto a la fe de la Iglesia se hace necesaria la confesión personal de cada uno. En el ritual de bautismo, por ejemplo, cuando se pregunta a los padres y padrinos si renuncian al pecado y confiesan la fe de la Iglesia, se les pide que respondan en singular. La pregunta de Jesús va dirigida a cada hombre, que debe responderla desde su libertad. Responder afirmativamente significa vincularse con Cristo para siempre, porque no tendría sentido saber que es Dios y no decidir seguirlo.

Con acierto, el cardenal Spidlík escribió: “Sucede, por lo tanto, psicológicamente, un fenómeno extraño. Los que encontrándose con Jesús no quieren cambiar, deciden cambiar a Jesús. Todas las herejías cristológicas que surgieron durante dos mil años, siguieron ese camino”.

Jesús bendice a Pedro y, al mismo tiempo, anuncia la institución de la Iglesia cuya misión es custodiar el depósito de la fe. Las palabras de “atar y desatar”, que proceden de un legalismo judío referido a la función del Sanedrín respecto de la ley de Moisés, indican aquí la asistencia del Espíritu Santo de que gozará la Iglesia para guardar y explicar la fe. Si la confesión de Pedro ha sido posible porque le fue revelada de lo Alto, ya vemos que hay que evitar el intento de ideológicamente lo que creemos. La fe no entra dentro de los esquemas de un racionalista porque, precisamente, desborda lo que con nuestras solas fuerzas alcanzamos a entender. Por eso, la Iglesia sigue precisando de la asistencia del Espíritu Santo y, en materias de fe y costumbres, ha de ser infalible. De no ser así, la fe, ese misterio insondable de que hablaba Pablo, quedaría al arbitrio de los hombres que, progresivamente la irían empobreciendo. No es el hombre el que ha alcanzado a Dios, sino que es Él quien se ha rebajado a nuestro nivel. Una maravilla de su amor.